La Balsa

C/ Infanta Isabel, 4 www.labalsarestaurant.blogspot.com.es 93-211-1056

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El emplazamiento de La Balsa es uno de los mejores de Barcelona, no por sus vistas, sino por su situación y ambiente, creados a partir del tiralíneas de dos grandes arquitectos locales –Óscar Tusquets y Lluís Clotet- que en 1979, año de inauguración del local, consiguieron el premio del fomento de las artes decorativas (FAD) por esta obra.

El restaurante lleva el nombre del lugar donde se ubica, una antigua balsa para el regadío de los huertos de la falda del Tibidabo, sobre la que se construyó una estructura de madera con un techo a cuatro aguas, precioso, que deja entrar la luz. La parte central, donde está uno de los comedores, la barra y unos rincones para el aperitivo, es el elemento accesorio de las terrazas: la que mira a Barcelona, aislada de la intemperie en invierno, y la trasera, descubierta, en la que se puede fumar.

Hablar en primer lugar del entorno no es un capricho en este caso, porque es el principal atractivo de esta casa. Desde sus inicios, el envoltorio ha pesado mucho más que la cocina, aun siendo correcta en todas las etapas que ha vivido.

Nobleza

Los propietarios son la familia Güell de Sentmenat-Lamadrid. Memé y José Luis Lamadrid, esposa y cuñado de Carles Güell, fueron los creadores. Unas gentes de la nobleza catalana muy bien relacionadas con la gauche divine de la época –Jorge Herralde cuenta en sus memorias que se gastó lo que no tenía en la celebración del décimo aniversario de Anagrama en estos salones unos días antes de que abrieran al público- que desde el principio le dieron un toque elitista (pijo, para entendernos) del que aún conserva algo ahora que lo regentan Cristina e Isabel Güell.

Casi todas las veces que he comido aquí ha sido en compañía de gentes de fuera de la ciudad, a los que el anfitrión quería agasajar en un ambiente distinto del marítimo. Allí he visto al todo Barcelona, especialmente a personajes del Cercle d’Economia, con o sin Güell de comensal. No en vano el padre de las actuales propietarias, hombre de inquietudes políticas y artísticas fallecido el año pasado, fue uno de los fundadores del loby económico.


Tres ‘loros’

El día en que lo visité para hacer esta reseña tenía prácticamente llena la terraza principal, un par de mesas en la tabaquera y nadie en el salón interior. Media bandera. Detrás de nosotras, tres loros hablando de una boda en Canarias y del pilates, además de unas cuantas separaciones y de pájaros de cuentas que habían robado todo lo que habían querido. Delante, tres hombres de empresa despellejando a peperos y sociatas.

El servicio, educado, iba un poco atrotinado. Cuando pregunté al maître por los menús “balsámicos” casi palideció. Los había visto en su propia web como oferta de primavera, pero no estaban en la carta. Me dijo que eran para el interior, no para la terraza, y a continuación me interrogó sobre si mi reserva procedía de algún servicio online.

Tuve claro que de haber sido así no me correspondía terraza y que el hombre se habría visto en el brete de invitarme a dejar la mesa y pasar dentro. Respiró aliviado cuando me hice la tonta y dije que no sabía qué eran ese tipo de reservas. A la salida, como el maître se había dado cuenta de la metedura de pata, a modo de disculpa me enseñó el menú balsámico, a base de tapas y platillos.

Pedimos unas cañas, a lo que el camarero respondió sin inmutarse con un par de botellas de Moritz bien arrojadas sobre una copa de vino. Bueno. Ya estamos acostumbrados a que en un restaurante de Barcelona disponer de cerveza de barril sea más difícil que tener un Chateau d’Yquem al punto.

La carta

La carta, mediterránea, es sucinta, pero apetitosa. Cinco apartados. Del primero, sugerencias para compartir, nos inclinamos por las croquetas de marisco acompañadas de patatas-paja y una salsa de estragón (9 euros) que eran tan buenas como recordaba de otras visitas. Lo mejor de la oferta. Y una coca con ventresca y anchoas (9), tan correcta como corriente.

Para los segundos nos decidimos por un steak tartar bien condimentado con unas virutas de foie (24). Merece la pena, pero aviso que es abundante. Y luego la suprema de lubina con ajos, a la donostiarra (24), que no era tal, sino una versión bastante peculiar, con una muselina que la envolvía como si fuera un rebozado. Buena.

Nos propusieron alguno de los postres del carrito, pero todos eran pasteleros y el día no daba para más. Había que volver al centro de la ciudad, toda una excursión. Sirvieron muy bien el café Bonka, acompañado de un azucarero de auténtica alpaca, como evidenciaba su ennegrecimiento.

La carta de vinos es más amplia que la de platos, lógicamente. Y, para mi gusto, está muy bien diseñada. Se nota que hay algo femenino en ella: ofertas singulares, de esas que te pueden apetecer casi como un capricho en un momento dado, aunque no sean de lo más ortodoxo.

Siguiendo esa línea, pedimos un blanco mallorquín sin crianza, Quíbia, que lleva una mezcla de uva autóctona bastante particular. Un vino seco y plano: 21 euros con IVA, el doble que en la bodega, el margen máximo que cargan en el resto de la oferta. Pagamos 56 por persona.

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