La Camarga, la sombra de las grabaciones

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Hacía mucho tiempo que no estaba en La Camarga, un restaurante muy conocido tanto en ambientes profesionales y empresariales como entre las familias burguesas de la ciudad al que también acuden muchos políticos en activo, lo que quiere decir que también es frecuentado por periodistas. Cuando Glòria Blanco lo inauguró en 1998 ya estaba pensado como un local en el centro del Eixample destinado sobre todo a encuentros de trabajo, con varios reservados de distintas medidas. Desde el principio tuvo una buena acogida.


 

Me decidí a visitarlo de nuevo el martes pasado, cuando estalló el escándalo de la grabación de la comida, en uno de esos salones privados, entre Alicia Sánchez-Camacho y Victoria Álvarez, la antigua amante del hijo mayor de Jordi Pujol. Para mi sorpresa, nada en el ambiente denotaba lo que allí había pasado y que ese mismo día llenaba páginas y páginas de prensa.

Una buena parte de los reservados estaban llenos y la sala grande rondaba el 70% de ocupación. Los comensales habituales: gentes de empresa, parejas de edad y algún solitario. Las conversaciones iban de asuntos laborales, privados o de actualidad, pero se hablaba más de la sorprendente renuncia del Papa, que se había conocido la víspera, que de otra cosa.

El centro de flores

Frente a la barra de la entrada –con su tirador de cerveza-, un mueble bufet con El Mundo a disposición de la clientela. Tengo la impresión de que no es el diario ideológicamente más afín a los dueños de la casa, y además da la casualidad de que fue el que, junto a El Periódico de Cataluña, destapó el caso de las grabaciones. Al día siguiente de mi comida, publicó que fue la detective de la agencia Método 3 la que colocó personalmente el micrófono en el centro de flores de la mesa de las dos mujeres.

Glòria Blanco, la creadora de la saga, tuvo una dilatada trayectoria en el mundo de la restauración; su vida fue muy paralela a la de Rosa Mª Esteva, la impulsora del Grupo Tragaluz, y como ella incorporó al negocio a sus hijos, David e Irene. El primer establecimiento que abrió fue el Petit París, luego montó el lujoso La Dama y de ahí pasó a La Provença y La Camarga. En el haber de su vida empresarial también figuran el Sala 105 y St. Rémy. Todos ellos, menos los dos últimos, están muy cerca entre sí, en el centro más céntrico de Barcelona. La Provença y el Sala 105 tuvieron que cerrar. Ya se ve por los nombres de los locales que la familia Vidal Blanco tiene una querencia por Francia.

Pero en realidad lo que más aproxima La Camarga a la región francesa de la que toma el nombre es su decoración, elegante, de tonos suaves y techos altos. Con los ruidos amortiguados a pesar de las dimensiones de su salón principal, que recuerda un amplio atrio; un sitio para ver y ser visto, justo lo contrario de los reservados. Los políticos y los profesionales eligen un lugar u otro en función de si tienen cargo o si están en expectativa de destino, ya se sabe. Sillas pesadas y cómodas, y un banco corrido que rodea todo el comedor.

Un clásico

Desde el punto de vista gastronómico, La Camarga es una casa muy clásica, sin concesiones a las nuevas tendencias culinarias y de precios contenidos para su nivel, de forma que la cuenta se mueve en torno a los 40 euros. La carta es más larga de lo que en estos momentos es habitual en el panorama gastronómico de la ciudad: entretenimientos, sopas y ensaladas, entrantes, arroces, carne, pescado y un último capítulo de sugerencias.

Si hubiera que hablar de una especialidad, yo diría que son los arroces, con cinco propuestas, más una quinta –paella con almejas- en el apartado de recomendaciones.

No pude resistirme a los erizos gratinados (12,9), aunque estando en febrero los hubiera preferido crudos. Muy buenos. De segundo, estuve dudando entre el steack tartar (14,95) y el fish and chips de merluza (13,9), pero me decanté por un arroz de verduras (11,9), algo requemado por el grill, aunque correcto. Fui más afortunada que mis vecinos, que tuvieron que esperar demasiado, lo que provocó algunas quejas educadas. El servicio, amable, no podía disimular que la cocina estaba desbordada.

Medias botellas

La carta de vinos, muy consecuente con la oferta de platos, algo chapada a la antigua, con pocas de las novedades que hoy presentan los restaurantes innovadores. Incluye unas cuantas propuestas de medias botellas para comensales contenidos y solitarios, lo que es de agradecer. Tomé una de ellas, el verdejo Martivilli (11,5), que pierde un poco en esa medida. Si no la acabé, no fue por falta de calidad, sino porque ya había bebido una copita de cava, invitación de la casa, de aperitivo. El café, Tupinamba, bueno y a la temperatura adecuada. 40 euros.

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