Volkswagen: la larga sombra germánica

La compañía fue un instrumento del nazismo para aunar al pueblo alemán bajo un mismo concepto

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Según un reciente artículo de la sección económica del prestigioso Süddeutche Zeitung , el verdadero problema de Volkwagen en el llamado Dieselgate ha sido «la arrogancia». Cuando hace diez años el grupo se propuso fabricar un coche diésel limpio y barato para conquistar el mercado norteamericano, se puso de manifiesto que ni siquiera la ingeniería alemana era capaz de combinar ambos adjetivos en un solo motor. Cuando la institución medioambientalista CARB empezó a preguntar en 2008 por qué la emisión de gases con el coche en marcha difería tanto de los tests de laboratorio, la respuesta de los ingenieros de Volkswagen fue característica: «es que vosotros no sabéis medir».

El caso Volkswagen pone de manifiesto una crisis de mentalidad de amplio alcance y consecuencias todavía desconocidas. En general, la cultura alemana del esfuerzo está muy alejada de la cultura americana del aprendizaje a través del fracaso, tan popular en Silicon Valley. El «made in Germany» se asocia con  solidez,  fiabilidad y perfección, unas cualidades más propias de la era industrial que de la nueva era tecnológica, en la que todo cambia a ritmo de vértigo y en la que la agilidad del  «prueba y error» constituye ya todo un método empresarial. Volkswagen ha demostrado ser un monstruo corporativo obsoleto, con una ordenación jerárquica que fomenta la arrogancia directiva y la sumisión e impide la espontaneidad en la toma de decisiones. La imagen mítica de solidez e infalibilidad sólo se ha podido mantener a través del engaño.

Motorizar a la nación alemana

La realización de hazañas imposibles había formado parte del ADN de Volkswagen desde que en 1937, bajo el régimen nazi, fuera fundada como Gesellschaft zur Vorbereitung des Deutschen Volkswagens, literalmente «Sociedad para la Preparación del Coche Alemán del Pueblo». Se trataba nada menos que de motorizar masivamente a la nación alemana, empobrecida y humillada tras la derrota de la Primera Guerra Mundial, en un momento en que los coches eran un artículo de lujo reservado al 2 % de la población. Con el osado gesto populista del «coche para todos» y la construcción de autopistas como complemento, Hitler pretendía la cohesión social de los alemanes y recuperar el orgullo nacional perdido.

Las autopistas, bellas «cintas plateadas que atravesaban el paisaje» según florida definición de Goebbels, fueron un «hito para la construcción de la comunidad alemana del pueblo». Su aspiración a vincular mediante el turismo a los alemanes de distintas regiones y favorecer la cohesión social requería un uso masivo del automóvil como complemento indispensable. El coche que iba a hacerlo posible, diseñado por Ferdinand Porsche (con la silenciada contribución preliminar de Josef Ganz, un ingeniero judío), fue el famoso escarabajo, oficialmente conocido como KdF-Wagen. KdF es la abreviatura de la organización Kraft durch Freude (‘Fuerza a través de la Alegría’), organización nacionalsocialista dedicada a fortalecer la «comunidad del pueblo» promoviendo actividades turísticas y de ocio.

Sin límites de velocidad

A fin de apoyar estas iniciativas, el nuevo código de circulación alemán de 1934 abolió todos los límites de velocidad existentes hasta entonces: el régimen nazi había decidido emplear la circulación como principal espacio de libertad en una sociedad por lo demás milimétricamente regulada.  Esta asociación entre conducción y libertad ha sobrevivido hasta hoy: si dejamos a un lado Liechtenstein y el Vaticano, Alemania sigue siendo la única nación europea cuyas autopistas no tienen límite de velocidad.

Las ventas del escarabajo Volkswagen en los años previos a la Segunda Guerra Mundial no cubrieron las expectativas. Su precio artificialmente bajo no permitía cubrir siquiera los costes de fabricación y las libretas de ahorro introducidas por el régimen para permitir su compra mediante pagos anticipados quedaron interrumpidas por la contienda. 330.000 alemanes se quedaron sin coche, pero no antes de haber transferido al Banco del Trabajo Alemán 278 millones de Reichsmarks de sus ahorros que contribuyeron a financiar la guerra.

En 1938, el mismo año en que se prohibió conducir a los judíos, Ferdinand Porsche ya había adaptado el chasis del escarabajo para la producción del todoterreno militar Kübelwagen, probado por primera vez en la invasión de Polonia. Y la primera producción que se llevó a cabo en la fábrica de Volkswagen, cuya primera piedra se colocó en 1938, fue por tanto un coche militar. Los civiles alemanes se quedaron sin auto, pero no sin la idea.  Para los alemanes, gracias a Hitler y su régimen, poseer un coche había pasado de ser sueño irrealizable a un derecho que les correspondía por el mero hecho de serlo.

Bajo el paraguas británico

La planta de Volkswagen en Wolfsburg quedó menos dañada por las bombas que las de sus competidores y pudo retomar la producción en 1945, con el apoyo de los ocupantes británicos, que habían constatado escasez de automóviles en su sector y permitieron la producción del escarabajo diseñado por Ferdinand Porsche. Para los alemanes de a pie, el sueño del coche propio se hizo realidad  después de la contienda, cuando la producción y venta masiva de vehículos prosperó por fin al hilo del milagro económico de los cincuenta.

Hitler perdió la guerra, pero se salió con la suya en su empeño de convertir la automoción en el «símbolo de la nueva Alemania». Aún hoy, a pesar de todos los esfuerzos en sentido contrario de los movimientos ecologistas, los coches tienen para la clase media alemana un valor simbólico que excede con creces el de mero medio de transporte. De ahí la arrogancia.  Ahora, con el desprestigio de Volkswagen, ha caído una gran parte del orgullo nacional alemán que había creído encontrar en la automoción un símbolo menos peligroso que la bandera.

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