Análisis | ¿Es posible derrotar al independentismo tras la pandemia?

Carles Castro actualiza a la pandemia su libro 'Cómo derrotar al independentismo en las urnas', de ED Libros. Lea aquí un nuevo capítulo

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El periodista especializado en análisis electorales Carles Castro publicó el pasado enero el ensayo Cómo derrotar al independentismo en las urnas, de ED Libros.

Los hechos acontecidos desde entonces en el mundo en general y en Cataluña en particular obligan a actualizar la obra con un nuevo capítulo añadido, que puede leer de forma íntegra a continuación en Economía Digital.

Cómo derrotar al independentismo en las urnas está a la venta en ED Libros.

Carles Castro, autor de "Cómo derrotar al independentismo en las urnas" (ED Libros).
Carles Castro, autor de «Cómo derrotar al independentismo en las urnas» (ED Libros).


LA REPÚBLICA CATALANA SE HA CONVERTIDO EN EL REINO DE LOS SUEÑOS

¿Lo es? El libro Cómo derrotar al independentismo en las urnas dibujaba esa posibilidad en las circunstancias anteriores a la llegada de la pandemia del Covid-19. Pero ahora todo ha cambiado. Y a esa pregunta ya ha respondido el soberanismo con una nueva huida hacia adelante:España no solo nos roba; también nos mata. La pandemia ha acentuado la capacidad de agravio del imaginario independentista. Y es posible que también haya reforzado inicialmente su área perimetral. En juego están cientos de miles de votos que podrían cambiar de signo y dejar al independentismo en minoría parlamentaria.

Ciertamente, el propio imaginario peninsular de finales del siglo XX admitía ya muchas variantes conceptuales de gran eficacia para levantar trincheras entre los pueblos de España y atrapar votantes sensibles a la fraseología identitaria. Sin embargo, la aptitud del independentismo catalán para construir y expandir imágenes hirientes que refuercen su cohesión electoral no parece tener límites.

La pregunta gira en torno a la efectividad política de esa nueva vuelta de tuerca en el relato soberanista. Es decir, tras la fase inicial de la pandemia, resulta inevitable preguntarse si el independentismo ha salido más reforzado con vistas a la previsible cita con las urnas de otoño, o bien ha acentuado su desgaste en medio del pandemónium que protagonizan sus principales actores. La respuesta, como siempre, no se inscribe en la ciencia exacta pero puede rastrearse en cuatro planos.

1. De Madrid a la irrelevancia

¿Se puede y se debe gestionar una situación de emergencia sanitaria nacional de proporciones inéditas con el respaldo de aliados tóxicos y escasamente fiables? Madrid debe hacerse esta pregunta y responderla con honestidad. Los dos grandes partidos estatales critican (a veces desaforadamente) a los nacionalistas catalanes, pero al final acaban obligándose a recabar sus apoyos y a transigir en algunas de sus exigencias. Y con esa actitud alimentan no solo una estrategia insaciable sino también una relevancia electoral que empuja hacia arriba el voto al independentismo.

En consecuencia, el primer requisito para que el espacio independentista vuelva a sus auténticos niveles de apoyo pasa por dejar a sus actores más irreductibles sin un papel relevante en Madrid. El problema es que la mayoría de políticos españoles no saben encontrar el punto medio entre la dependencia y la beligerancia en sus relaciones con el nacionalismo catalán. O se apresuran a hablar cantinflescamente la lengua catalana en la intimidad o se lanzan retóricamente a la yugular de los nacionalistas, acusándolos poco menos de coquetear con el genocidio y la limpieza étnica.

Al final, como ya se ha señalado en Cómo derrotar al independentismo en las urnas, al debate catalán siempre le queda Madrid. Y el papel delas instituciones del Estado es capital en el melodrama de un conflicto territorial que sigue adquiriendo rasgos de tragicomedia bufa. Sin embargo, ahora, con los presos pendientes de la distensión penitenciaria, una política de no beligerancia es más factible y está más justificada que nunca.

Es cierto que los independentistas se implicaron decisivamente en la moción que desalojó del Gobierno a Mariano Rajoy, y también lo es que, sin la abstención de Esquerra, la investidura del socialista Pedro Sánchez no habría sido posible. Pero esas facturas están más que saldadas. Entre otras cosas porque el independentismo catalán ha dificultado una y otra vez la estabilidad de la nueva mayoría gubernamental.

Y la mejor prueba de ello fue la negativa a votar los Presupuestos Generales del Estado en el 2019, unas cuentas que, además, beneficiaban a Catalunya, pero cuyo rechazo implicaba la caída del Gobierno socialista. Claro que para el independentismo siempre es mejor un gran fracaso que un pequeño éxito. La negación de la realidad es una constante del soberanismo catalán. La mística del “nosaltres sols” les lleva a ignorar una y otra vez los indicadores que evidencian las enormes dificultades que supone para el Gobierno central una política tendente a restañar las heridas que dejó abiertas el conflicto territorial con Catalunya.

Recordemos algunos datos. Todavía en noviembre de 2018, la mitad de los españoles apostaban por aplicar un nuevo 155 para resolver el problema catalán. Y más del 52% defendían el mantenimiento de la prisión provisional de los dirigentes independentistas, que ya llevaban más de un año en la cárcel a la espera de juicio.

Y las actitudes no se volvieron más dúctiles tras la sentencia por los hechos de octubre de 2017, dictada en plena precampaña de las elecciones legislativas del 10-N. Según las encuestas, la mitad de los españoles apoyaba la resolución adoptada por el Tribunal Supremo contra los dirigentes del procés, con penas de hasta 13 años de prisión. Alrededor del 49% de los encuestados consideraba la sentencia “justa y proporcionada”. E incluso otro 20% la juzgaba “demasiado blanda”. Solo un porcentaje inferior pensaba que la resolución judicial había sido “demasiado severa”. 

A la vista de ello, los españoles parecen más conmocionados por la insurgencia independentista que conmovidos por el castigo a sus promotores. Y la clemencia ha seguido ausente del pensamiento colectivo. A finales de 2019, a escasos tres meses del estallido de la pandemia, dos tercios de los españoles se inclinaban porque los condenados cumplieran sus penas en prisión como cualquier otro ciudadano. Y únicamente un 20% se mostraba favorable a la concesión de medidas de gracia. Incluso un 70% de los electores del PSOE eran partidarios del cumplimiento íntegro de las condenas. Solo entre los votantes de Unidas Podemos se detectaba una mayoría a favor de suavizar el castigo.

Ciertamente, algunos sondeos dibujan una España más indulgente. Una encuesta del CEO sobre el debate territorial aseguraba que el 68% de los españoles apuesta por el diálogo y que la mitad defiende una solución política al conflicto catalán. Según ese estudio, un 53% aceptaría el resultado de un referéndum pactado y solo uno de cada cuatro prefiere la respuesta judicial o una política de “mano dura”. Claro que la mayoría exige que ese diálogo sea dentro del marco de la Constitución y solo un 21% aceptaría que no tuviese límites.

El problema, como siempre, es el significado de la palabra diálogo. Y más allá de la sobrerrepresentación de la España de izquierdas que exhibía esta encuesta, las opciones aceptables para el conjunto del Estado quedaban muy lejos de la épica independentista: transferencia de impuestos y fijación de competencias.

Pese ello, el Gobierno de Sánchez ha recurrido en varias ocasiones a la abogacía del Estado para atenuar la severidad judicial.Y en su momento, el Ejecutivo afrontó con cuidadosa proporcionalidad las traumáticas imágenes de una Barcelona en llamas y de una insurgencia soberanista que ocupaba masivamente autopistas y carreteras en sus asfixiantes marchas de protesta hacia la capital catalana. Nada que ver por tanto con la torpeza represiva del 1-O. Sin olvidar que Catalunya es el gran pretexto de la derecha española para no alcanzar acuerdos con el Ejecutivo de izquierdas. El PP y Cs exigen constantemente al presidente que renuncie a la mesa de diálogo.

Sin embargo, el núcleo duro del soberanismo sigue sin entender el mundo en el que vive o incluso el funcionamiento de cualquier estado democrático de derecho, sea español, francés o alemán.Enzarzados en una competición electoral en la que el maximalismo aparenta rendir más dividendos, los partidos independentistas catalanes se muestran incapaces de aprovechar cualquier oportunidad de normalizar la situación.El miedo a que la cordialidad con el Gobierno español desmovilice o desconcierte al independentismo sociológico ha llevado a JxCat, pero también a Esquerra, a subir constantemente la apuesta de sus reivindicaciones o a plantear exigencias imposibles de cumplir.

Nadie quiere aparecer como un traidor. Y, en consecuencia, las demandas no han dejado ni dejarán de alcanzar extremos delirantes, como la pintoresca reclamación de un relator internacional en la mesa de diálogo entre el Gobierno central y el catalán.Y eso reaparece después de que Sánchez aceptara celebrar una consulta a la ciudadanía en Catalunya para ratificar los acuerdos que pudieran alcanzarse en la mesa bilateral para superar el “conflicto político”. De ahí que los soberanistas catalanes sean unos aliados tan tóxicos ante la opinión pública española, como nada fiables en las instituciones.

Y eso difícilmente va a cambiar. La ofuscación es justamente el estado anímico de una parte de las bases independentistas. Nadie asumió el ingrato papel de reconocer la derrota de la secesión y de pilotar el aterrizaje en la realidad. Por ello, a pesar del paso del tiempo, media Catalunya continúa viviendo en una ficción política. En otras palabras: a partir del referéndum onanista del 1 de octubre del 2017 y de la posterior DUI de carácter “interruptus”, el independentismo sociológico más tronado considera que vive ya en una república independiente, aunque, eso sí, “ocupada” por el Estado español.

Ese pequeño detalle no convierte a los gestores de la autonomía catalana en unos potenciales “quislings” sino en unos imaginarios pero tenaces resistentes. Y de ahí que su lenguaje y sus reivindicaciones se mantengan en esa óptica de resistencialismo o en la cruda dialéctica de los oprimidos frente a los opresores (puesto que el 52% de catalanes que no comulgan con la independencia no existen en el imaginario colectivo del soberanismo).

En consecuencia, en el proceso de diálogo con el Gobierno central, la letra pequeña de las competencias efectivas (o de mayores recursos económicos) no podrá sustituir en ningún caso a la demanda épica de la autodeterminación y a los reproches grandilocuentes al supuesto autoritarismo del Estado.Y cualquier gesto, como el del pasado febrero, con el reconocimiento de Barcelona como cocapital cultural y científica de España, queda oculto y devaluado tras el ruido de las exigencias y los reproches soberanistas.

El expresidente Carles Puigdemont quizá ya no se sienta tan cómodo en un escenario de bloqueo irreversible, pero sigue siendo rehén del “cuanto peor, mejor”. Y la capacidad de desmarque de Esquerra es limitada si se atiende a la idiosincrasia del electorado independentista. No hay más que ver el zigzagueo de los líderes de ERC entre unas reivindicaciones esencialmente autonomistas que al día siguiente se convierten en exigencias abiertamente rupturistas: amnistía, referéndum…

De hecho, una Esquerra muy condicionada por los diarios avatares del conflicto catalán ya dejó, con su abstención, la investidura de Sánchez al borde del abismo: 167 votos a favor frente a 165 en contra. Y desde entontes, y a diferencia del PNV, los republicanos no han votado a favor del estado de alarma ni en los momentos más crudos de la pandemia. Incluso en dos ocasiones lo hicieron en contra, lo que obligó al Gobierno a un ejercicio de contorsionismo parlamentario para no cosechar una irreparable derrota.

En definitiva, la trayectoria política de unos republicanos rehenes de sí mismos, aunque también de Quim Torra, de JxCat o de aquellos hooligans del separatismo que aluden a “las estafas de las mesas de diálogo”, está condenada a la deslealtad parlamentaria en los momentos más decisivos o cada vez que se tropiece con los sombríos detalles de la realidad. Con ellos, nunca habrá nueva normalidad. Ni antes ni después de las elecciones autonómicas. Incluso aunque las acabe ganando Esquerra… si es que las gana.

Por esa razón, y en la situación excepcional que vive España, el Gobierno central está en condiciones de acelerar la cura de realidad del independentismo. Se trata de aprovechar los grandes consensos transversales que pueda propiciar la crisis y de los que Podemos tampoco se va a descolgar. Y a partir de ahí, reservar a ERC como último recurso para los temas más puramente ideológicos. La geometría, además de variable, ha de ser posible y, de paso, didáctica.

2. Relato frente a realidad

Hubo un tiempo en que la creatividad retórica del catalanismo progresista construyó eslóganes de gran poder movilizador. “Salvemos Catalunya para la democracia” fue uno de esos propósitos que intentaban preservar el paisaje catalán de los desmanes del desarrollismo franquista. El único problema de aquel lema era que, en realidad, Catalunya necesitaba salvarse de sí misma, o más exactamente de la voracidad de una parte de sus habitantes (empezando por su futuro presidente). Y, por eso, cuando finalmente llegó la democracia, la destrucción del paisaje y la expansión de la fealdad constructiva persistieron, aunque lo hicieran a un ritmo distinto.

Más de cuarenta años después, la fase agónica del procés acuñó lemas menos cordiales. “Independencia o barbarie” fue uno de los que acompañó a las imágenes de las protestas contra las condenas a los líderes separatistas. Y cuando, en marzo de 2020, irrumpió en la república virtual una inoportuna pandemia, el eslogan implícito del liderazgo soberanista pudo ser “Tanquem Catalunya per la independencia”. Es decir, una variante aún más defensiva del “Nosaltres sols”.

Si ya los atentados del verano de 2017 fueron abordados como una molesta y extemporánea incidencia que entorpecía el sendero luminoso hacia el referéndum del 1 de octubre, el Covid-19 ha creado mayores dificultades para mantener un relato paralelo en el que lo único importante fuesen las tribulaciones de los estrategas independentistas. Demasiada conmoción, demasiados muertos, demasiada devastación social y económica. Y aun así, mientras la pandemia avanzaba en medio de magnitudes escalofriantes, la narración independentista ha intentado mantener viva la agenda secesionista.

Seguía habiendo presos; evidente, aunque los efectos de las medidas de confinamiento parecían afectarles en una medida todavía más cruel e inhumana que al resto de los mortales. Y algo no menos importante: seguía habiendo auto-“exiliados”; un detalle que no podía caer en el olvido, por mucho que en los momentos más crudos de la pandemia se viesen obligados a adoptar un perfil algo más plano desde el confortable palacete de Waterloo.

Así pues, el independentismo en el poder y su cabeza más visible, Quim Torra, han encarado la emergencia sanitaria con una propuesta más efectista que eficaz: cerrar Catalunya. El problema es que el virus ya estaba dentro (con un brote descontrolado en la Conca d’Òdena) y la transmisión comunitaria parecía extenderse hasta la Catalunya norte, donde el 29 de febrero más de 100.000 personas habían participado en un acto de masas en apoyo de Carles Puigdemont. Además, las consignas que se vertieron allí ya auguraban lo que sería el discurso del independentismo en medio de la mayor crisis de salud pública del siglo.

El dirigente “derrocado” por el artículo 155 (y ahora presidente del Consell de la República, cuya legitimidad ya habría quedado sancionada definitivamente en el referéndum unilateral del 1 de octubre de 2017), apeló desde la Catalunya francesa a la “lucha definitiva”. Y sus compañeros de exilio en Waterloo o en la plácida Escocia se encargaron de remachar el clavo con un llamamiento a la “confrontación democrática con el Estado” desde las calles y con una denuncia de los “engaños” del diálogo.

A partir de ahí, y mientras en los municipios de la Concad’Òdena el número de fallecimientos crecía hasta casi un 400% con respecto al año anterior, el Govern catalán se apuntó a la tesis de que el Estado español había llegado tarde y era víctima de su manifiesta incompetencia. En la construcción de este relato tuvo un papel destacado el presunto epidemiólogo en jefe de la república, el investigador Oriol Mitjà, que no se cansó de pedir la dimisión del comité de emergencia español y de su máximo responsable, el doctor Fernando Simón.

El independentista Mitjà acusaba al Gobierno central de “negligencia” y de una “reiterada falta de anticipación e incapacidad para predecir una epidemia que era evitable”. Eso sí, pocas semanas antes coincidía con casi todos los científicos en que el Covid-19 era “muy parecido” a la gripe epidémica de todos los inviernos y suponía una infección “muy leve”, con una tasa de letalidad “muy pequeña” y sin que supusiera “un riesgo para toda la población”. “Nunca será un problema grave”, afirmaba. La realidad se encargaría muy pronto de desmentir esa supuesta omnisciencia.

Sin embargo, el Govern se apresuró a fichar a Mitjà como asesor responsable de diseñar la hoja de ruta del desconfinamiento en Catalunya (una nueva ficción republicana, ya que esa competencia estaba en manos del Estado) y le brindó su apoyo a una investigación que prometía frenar la transmisión del virus. El ensayo clínico liderado por Mitjà fue presentado incluso como el primero del mundo en su género. De ese modo, por un largo instante, muchos catalanes tuvieron la asombrosa sensación de vivir en el único lugar, ya no de España sino del universo, donde se tenía una idea cabal sobre la pandemia y sobre cómo combatirla. Todos los demás se habían equivocado y la situación real en Catalunya solo era la consecuencia de su falta de libertad para adoptar las decisiones que nadie más había sabido tomar.

El relato se alimentó explícitamente desde el Govern, con su portavoz afirmando algo impúdicamente que si Catalunya fuera independiente, la situación ante la pandemia del coronavirus sería mucho mejor. Se habrían tomado medidas “quince días antes” (o sea, mientras el soberanismo más integrista participaba en el mitin multitudinario de Puigdemont en Perpinyà) y “los datos” de contagiados y de fallecidos “serían diferentes”. Es decir, “probablemente no tendríamos ni tantos muertos ni tantos infectados”.

El relato soberanista alcanzó así unas dosis insospechadas de cinismo. Y solo la dimensión casi religiosa que ha adquirido el paraíso independentista como objetivo viable explicaría que muchos de sus seguidores hayan asimilado sin pestañear semejante impostura. Los propios responsables de Salut de la Generalitat aseguraban a finales de febrero que “en ningún caso estamos en ninguna alarma sanitaria”, ya que “en estos momentos nuestro problema es la gripe” y “no hay transmisión comunitaria (del Covid-19) en nuestro país”. De hecho, el 9 de marzo (solo cinco días antes de la declaración del Estado de alarma), aún se rechazaba desde el Govern el cierre de guarderías, escuelas y universidades como habían decidido otras comunidades autónomas, pues “en Catalunya todavía no estamos en una zona de riesgo».

Ese relato desmemoriado ha contado además con la colaboración inestimable de TV3, que puso especial énfasis en exagerar los ya de por sí catastróficos datos de la pandemia en España, alterando incluso el siniestro ranquing de los países con mayor número de fallecidos. El relato de la televisión gubernamental catalana se sostenía sobre dos ejes principales. El primero lo constituía la inevitable información sobre la pandemia, en la que se soslayaba cualquier aportación de las instituciones del Estado (hasta el punto de registrarse una inesperada avería cuando se planteó durante una rueda de prensa la eventual petición de ayuda al Ejército español) y se responsabilizaba al Gobierno central de todas las carencias (en línea con el Ejecutivo madrileño de Díaz Ayuso). Y, por supuesto, se recordaba la amenaza que suponía el estado de alarma para el autogobierno (como si países tan federalizados como Suiza no hubiesen recurrido también a ese tipo de recursos en el momento más crudo de la pandemia).

El segundo eje del relato pivotaba sobre los avatares del universo soberanista y sus actores más destacados. Hubo ocasiones en que acuerdos europeos que afectaban decisivamente a España, y por ende a Catalunya, figuraban en un lugar secundario en la parrilla informativa, tras los comunicados del Govern, las exigencias soberanistas al Gobierno central o las novedades judiciales sobre el procés y sus flecos. Lo habitual era la entremezcla, de modo que la pandemia permitiera mantener presente el agravio nacionalista. Así ocurrió con las polémicas 1.714.000 mascarillas enviadas por el Gobierno central a Catalunya o con el color amarillo de la palabra virus en la propaganda del Gobierno central para combatir el Covid-19.

La cuestión era evitar que el relato se resquebrajara ante la cruda realidad. Sobre todo cuando la gobernanza volvía a ser exclusivamente autonómica y los rebrotes evidenciaban el descontrol de la Generalitat y convertían momentáneamente a Catalunya en el territorio con más casos de todo el Estado. Y así, mientras centenares de consultorios permanecían cerrados y nadie había hecho los deberes en la contratación de los rastreadores prometidos (o “gestores Covid” según la terminología republicana), “Fox3” anunciaba que se iba a triplicar su número, ocultando que no se habían contratado ni siquiera un 5% de los previstos, por lo que en Catalunya había siete veces menos que en la Comunidad Valenciana.

Claro que, según el presidente de la Generalitat, la administración catalana había sido la primera en plantear todas las medidas que finalmente se habían llevado a cabo: el confinamiento total, el ingreso mínimo vital o el uso de mascarillas. Ciertamente, el Govern había sido muy rápido en algunas cosas; por ejemplo, en pasar Catalunya a la fase tres de la desescalada (apenas 24 horas), aunque no lo había sido tanto como para estar un mes y medio sin secretario de Salud Pública.

Y, por supuesto, las redes sociales se encargaron de alimentar toda clase de bulos que confirmasen la hipótesis de partida: “España nos mata”. De ese modo, si la Guardia Civil decomisaba mascarillas a empresarios que especulaban con ellas o que no cumplían con los estándares sanitarios, la versión que se extendía era que se las llevaban para Madrid y dejaban a los catalanes a merced del virus.

¿Ha tenido éxito ese relato? ¿Ha reforzado la cosmovisión independentista o bien el relato se ha deteriorado en el contraste inevitable con la realidad cotidiana? Las encuestas deberían aclararlo.

3. ¿Insumergibles?

La demoscopia debe tener muy presente una versión específica de la máxima ignaciana: “En tiempos de tribulación, no hacer… encuestas”. Y no es que los sondeos se equivoquen en mayor medida durante los periodos de conmoción. Simplemente, la volatilidad de la opinión pública crece y los pronósticos electorales tienen un valor muy limitado. Pero, dicho esto, las encuestas siguen reflejando la situación de la opinión pública en el día a día. O, al menos, detectan las percepciones y sentimientos relevantes en cada momento.

En este sentido, algún sondeo realizado a lo largo del mes de marzo ya detectó un desgaste más acentuado del Gobierno catalán en su actitud ante el Covid-19. Ciertamente, la súbita aceleración de las defunciones y la irrupción de la faz más cruel de la pandemia provocó una caída monumental de la aprobación del Gobierno central. Si a finales de febrero, avalaba su actuación más del 60% de los consultados, a principios de abril ese porcentaje había caído por debajo del 40% mientras la desaprobación superaba al 50%.

A partir de ahí, parecía lógico que todas las administraciones se vieran salpicadas por el malhumor de una opinión pública desconcertada e irritada ante la súbita impotencia frente al virus. Sin embargo, mientras la mayoría de gobiernos autonómicos mantenían a raya los índices de desaprobación, el Govern se enfrentaba a una tasa del 40%. Eso sí, como un fiel reflejo de la división identitaria y de la polarización que había aflorado con el procés, un 49% de los ciudadanos aprobaba la gestión del Ejecutivo catalán.

De hecho, la pandemia pareció dar continuidad, aunque amortiguada, a una deriva que ya se puso de manifiesto a finales de 2019. El sondeo de la Generalitat de diciembre de ese año brindaba entonces una nota de 3,4 al Govern de Torra. Más del 58% de los catalanes suspendían al Ejecutivo autonómico y más de un 27% le propinaba directamente un cero. Por supuesto, el mayor índice de suspensos se concentraba en el electorado contrario a la independencia (más del 80%). Sin embargo, ese mismo dato apuntaba a una potencial quiebra de las lealtades en el ámbito soberanista: uno de cada cinco votantes de JxCat, la mitad de los de la CUP y un 40% de los de Esquerra también suspendían al Govern.

El problema es que ese indicador no tenía ningún impacto sobre la evolución del voto. De hecho, la estimación del CEO elevaba el conjunto del sufragio soberanista hasta el 52%, cuatro puntos más que en los comicios de 2017 y por encima de la emblemática mitad más uno de los votos. Según el instituto del Govern, los electores soberanistas se limitaban a efectuar ligeros intercambios de marca dentro de su mismo universo, pero mantenían porcentajes más bajos de indecisión o de disposición a abstenerse que los votantes contrarios a la independencia. Aun así, más de 300.000 electores de JxCat o Esquerra suspendían severamente al Govern, con notas que iban del cero al tres.

Por supuesto, semejante contradicción entre una caída tan drástica en la valoración del Gobierno soberanista y una mejora tan insólita de las expectativas electorales de sus componentes era insostenible y posteriores sondeos de institutos privados se encargaron de rebajar la magnitud de ese espejismo. Sin embargo, la mayoría parlamentaria soberanista resistía. Con estimaciones de voto de entre el 46% y el 49%, el conjunto de las fuerzas independentistas mantenían una horquilla de escaños por encima de los 70 diputados (con un techo de 74).

De nuevo, la explicación a semejante paradoja residía en una potencial desmovilización asimétrica. Es decir, mientras la tasa de posibles abstencionistas entre los votantes soberanistas de 2017 oscilaba en torno al 2%, ese porcentaje rondaba el 10% entre los de Ciudadanos o el PSC. Ahora bien, de entre los cruces por recuerdo de voto emergían finalmente las cifras que mantenían abierta la hipótesis de la derrota electoral del independentismo.

Concretamente, a diferencia de la última encuesta del Govern correspondiente al 2019, varios sondeos privados del primer trimestre de 2020 reflejaban unos altos niveles de indecisión que no afectaban únicamente a los votantes del bloque partidario de la continuidad en España. Es verdad que la tasa de indecisos alcanzaba a casi el 20% de antiguos votantes del PSC, y a más del 25% de los de Cs o del PP (un contingente al que la dispersión del voto de centro y derecha, con la irrupción de Vox, ha sumido en el más absoluto desconcierto).

Sin embargo, un 20% de los electores de ERC (o incluso de la CUP) y más del 23% de los de JxCat se confesaban indecisos sobre el sentido final de su voto. Y eso suponía, solo entre los partidarios de Puigdemont o de Junqueras un total de 400.000 sufragios. Si esa indecisión era la antesala a un cambio de marca más allá de las fronteras del soberanismo, o un anuncio implícito del pase a la abstención, sería imposible saberlo hasta que las elecciones fuesen inminentes. Hasta entonces solo quedaría el recurso de observar la evolución de esos datos.

Los siguientes sondeos, ya bajo los efectos crecientes de la pandemia, han confirmado, por una parte, la negativa valoración del Gobierno independentista presidido por Torra y, por otra parte, la persistencia de altos niveles de indecisión electoral que, eso sí, no desvelan el horizonte final de estos potenciales votantes desafectos. Y lo llamativo es que esa indecisión ha persistido incluso en momentos en que los comicios catalanes parecían tener fecha, al menos hasta que la gravedad de la pandemia brindó una excusa casi perfecta (de no haber sido por los comicios vascos y gallegos del 12 de julio) para aplazarlos hasta después del verano.

En cualquier caso, el propio instituto demoscópico de la Generalitat ratificaba a principios de marzo la desastrosa imagen del gabinete de Torra, con una tasa de suspensos que se mantenía cerca del 60% de los consultados. De nuevo, las notas más inmisericordes se situaban en el electorado contrario a la independencia (con entre un 40% y un 50% de consultados que asignaban directamente un cero al Govern), pero el deterioro parecía haberse extendido y consolidado en algunos sectores del independentismo (ya que uno de cada diez votantes de ERC también asignaba un cero al gobierno catalán).

En conjunto, un 14% de los electores de JxCat y un 30% de los de Esquerra (es decir, alrededor de 400.000 votantes) suspendían con un tres o menos de un tres al Gobierno que tenían intención de apoyar en las urnas. Y otros sondeos realizados en las mismas fechas elevaban los índices de desaprobación por encima del 61%, frente a apenas un tercio de catalanes que decían aprobar la gestión del Govern. Con el añadido de que en algún caso hasta un 30% de los electores de Junts y un 45% de los de Esquerra suspendían al gabinete de Torra.

Y, sin embargo, el electorado soberanista continuaba puntuando con generosidad al propio Quim Torra y a su mentor, Carles Puigdemont. En el caso del expresidente, los votantes de Junts le asignaban un notable alto, y en el de Torra, más de un 7. Y aunque las notas que les adjudicaban los votantes de ERC o incluso de la CUP eran algo más bajas, se mantenían en el rango de un aprobado holgado. De hecho, las encuestas realizadas en el tramo más crudo de la pandemia y, por lo tanto, de la batalla por el relato, seguían dibujando una mayoría soberanista por encima de los 70 escaños y del 48% de los sufragios.

A partir de ahí resulta inevitable preguntarse:¿Es el soberanismo insumergible electoralmente en Catalunya? ¿No existen esos 300.000 votantes independentistas tácticos que tan minuciosamente describe nuestro libro de referencia y que, además, parecen coincidir con el contingente de ese signo que se muestra tan crítico con la gestión del Govern en los sondeos? O, en definitiva: ¿ha conseguido el soberanismo imponer su relato sobre la pandemia pese a la percepción mayoritariamente negativa de la actuación del Ejecutivo catalán?

La desmovilización asimétrica podría explicar, como ya se ha señalado, la persistencia de una correlación favorable al independentismo en términos similares a los de los comicios de 2017. Pero las encuestas vienen revelando otro dato del que ya se ha hablado y que podría encubrir cambios de mayor calado que solo emergerían el día de la cita con las urnas a través de una visible desafección: la indecisión de un caudal creciente de electores. Una indefinición que, además, se ha convertido en transversal, ya que afecta también al tenaz electorado independentista.

Las cifras son elocuentes al respecto: en enero la tasa de indefinición en el electorado catalán (la suma de los no votaría, no sabe/no contesta, blancos y nulos) alcanzaba al 40% de los encuestados. En plena pandemia, a mediados de mayo, llegaba al 52% del cuerpo electoral (con casi un 38% instalado en el opaco espacio del no sabe/no contesta). Y cuando empezaban a desvelarse los deberes sin hacer de la Generalitat, una negligencia que había convertido la nueva normalidad en un foco de brotes descontrolados en Catalunya, el porcentaje de electores que aún no sabían cuál sería el sentido de su voto (o que no votarían o lo harían en blanco) se situaba en el 46%.

Concretamente, uno de cada diez electores confesaba abiertamente que no acudiría a las urnas y tres de cada diez se limitaban a expresar su indecisión ante las distintas ofertas. Es decir, la indefinición había crecido en casi 16 puntos desde el otoño, aunque con una diferencia importante. Y es que mientras ocho meses atrás los porcentajes de indecisión más relevantes se situaban en Ciudadanos y PP (y resultaban insignificantes en el caso de quienes habían votado a Junts o a ERC en el 2017), en julio de 2020 la indefinición era transversal.

Dicho de otro modo: la creciente indefinición no solo afectaba al centro derecha españolista (con porcentajes por encima del 30%) sino que alcanzaba también a los antiguos electores de JxCat (a uno de cada tres exactamente, lo que traía de nuevo a colación la tópica cifra de los 300.000 votantes independentistas tácticos o directamente volátiles; un contingente que se elevaría hasta el medio millón si se contabilizan los seguidores de ERC afectados del mismo desconcierto).

En resumen, y a expensas de cómo gestione el Govern la larga marcha de la pandemia hacia la tierra prometida de la vacuna, las expectativas electorales no pueden ser más inciertas. El eventual deterioro del Gobierno de Torra y de la solidez de su relato no parece traducirse en la lógica sanción electoral que se registraría en estos casos. Ciertamente, el desgaste resulta más evidente para el electorado contrario a la independencia, pero los sondeos no ocultan un relevante porcentaje de electores independentistas muy críticos con su Gobierno.

El problema es que, más allá de que Junqueras aparezca sistemáticamente como el único político catalán que concita un aprobado, todavía no se conoce otro dato aún más relevante: la valoración pormenorizada de cada uno de los miembros del Govern, y muy en especial de quienes han lidiado más directamente con la pandemia -Sanitat y Afers Socials-, ambos consellers de Esquerra Republicana. ¿Explicaría esa responsabilidad tan directa de ERC en la gestión del impacto sanitario del Covid-19 y la situación de los geriátricos el recorte de distancias que parece estar produciéndose entre el partido de Junqueras y el de Puigdemont? La ventaja de los republicanos se ha reducido este verano a apenas tres puntos, como en enero, pero muy lejos de los entre cinco y trece puntos que algunos sondeos les otorgaban en marzo.

De alguna manera es como si el electorado nacionalista tuviera que enfrentarse a un dilema diabólico. Los herederos de Pujol disponen de mejores cuadros y aparentan una gestión más sólida, pero su trayectoria colectiva los presenta como una organización venal y oportunista. La lista es tan larga (Caric, Lottogate, Casinos, Treball, Prenafeta, Cullell, Roma, Adigsa, ITV, ACM, Palau, 3% y, finalmente, la rapiña sistemática de la familia Pujol, oculta en paraísos fiscales) que en muchos lugares los postconvergentes serían una formación desahuciada, incapaz de generar la más mínima confianza.

 Y, sin embargo, el heredero de esa pesada carga y pese a las sombras que planean sobre su propia trayectoria, el transformista Carles Puigdemont, obtiene la nota más alta tanto entre quienes le votaron el 2017 como entre aquellos que prometen hacerlo ahora. Ningún otro líder político, ni siquiera Junqueras, obtiene entre sus votantes una nota más elevada. Como si la credulidad de algunos catalanes no tuviese límites.

Ahora bien, el dilema nacionalista se vuelve insoluble cuando hay que elegir la alternativa de recambio a esa trayectoria marcada por la corrupción y la simulación. Es verdad que Esquerra aparece como una organización mucho más limpia y coherente en su independentismo histórico, pero sus cuadros no tienen el mismo brillo. Quizá sean idealistas, pero no es difícil verlos como fanáticos (y de ahí que Torra los arrastre constantemente a su terreno de gestualidad impostada);y posiblemente sean más honrados, aunque eso no impide que a veces parezcan aficionados al frente de la administración pública.

A partir de ahí solo cabe especular obsesivamente sobre la naturaleza de la indecisión que afecta tanto a un tercio de los antiguos votantes de Junts per Cat como a uno de cada cinco de los de Esquerra. ¿Dudan los indecisos de JxCat entre, por un lado, mantener su apoyo a una marca que promete grandes emociones pero que presenta demasiadas sombras -entre ellas la de la estafa-, o, por otro, trasladar su respaldo a una oferta más limpia y coherente, aunque sin una capacidad de gestión sobradamente contrastada?

Sin olvidarse de las tribulaciones de los indecisos de Esquerra… ¿Viven ellos también el mismo tipo de dilema? ¿O bien en ambos casos lo que se oculta tras la indecisión sobre el sentido del voto es la antesala a la abstención y, en una magnitud aún por determinar, el paso previo a un cambio de caballo, a elegir entre la pléyade de ofertas de nacionalismo de seny que han ido proliferando en los últimos tiempos?

Una parte de la respuesta debería encontrarse en la exploración del cuarto y último plano: las ofertas del nacionalismo catalán no independentista (o al menos de un independentismo difuso y nunca unilateral). Sin embargo, el último CEO del Govern decidió responder a todas las preguntas con un escenario que parecía prefabricado a la medida de los intereses de la enésima refundación protagonizada por Puigdemont.

La segunda oleada del CEO, cerrada el 21 de julio, ponía a JxCat a apenas un punto de Esquerra, sugería un empate en escaños entre ambas fuerzas soberanistas y reducía en casi diez puntos con respecto a marzo la tasa de suspensos que cosechaba el Govern (que pasaba de un 3,47 a un 4,07). Y, por supuesto, el único punto negro en la gestión del Covid-19 por parte de la Generalitat eran las residencias geriátricas, competencia de ERC.

Aun así, la nota del Govern en su actuación ante el virus (5,04) quedaba por debajo de la de los cuerpos de seguridad del Estado (5,38). Y alrededor del 10% de quienes prometían votar a JxCat o a ERC puntuaban la gestión del Ejecutivo catalán con un tres o por debajo del tres. Es decir, más de 200.000 electores. Todo esto sin contar a quienes habían apoyado a Puigdemont o a Junqueras en el 2017 pero ahora no se pronunciaban o pensaban abstenerse: más del 18% de los de JxCat y un 13% de los de Esquerra (un total –la cifra es recurrente- de casi 300.000 electores).

4. El pandemónium catalán

La lista de aspirantes a ocupar ese espacio intersticial de centro ideológico e identitario que se presenta como un nacionalismo o un catalanismo no rupturistas no es exhaustiva. Y, además, presenta ramificaciones, así como grupos, subgrupos e incluso grupúsculos cuyos componentes podrían contarse con los dedos de una mano. Aun así, los actores más significativos de esta pléyade llamada a reagruparse y unificarse para tener verdaderas opciones electorales podrían resumirse en la siguiente relación:

Units. Fundado en junio de 2017 sobre los restos de Unió Democràtica (el socio menor de CiU), su matriz es democristiana y defiende el “máximo autogobierno para Catalunya, con su reconocimiento nacional en la Constitución española y el blindaje de lengua y cultura”. Lo lideran el antiguo conseller de Interior Ramon Espadaler y el exsocialista Albert Batlle.

Lliures. Este partido fue fundado también en el verano de 2017 por Antoni Fernández Teixidó, un político cuya ruta ideológica se inició en el trotskismo, pasó luego al centrismo del expresidente Adolfo Suárez y acabó en CDC. Su divisa es Liberalismo-catalanismo-humanismo, pero juega con la gran palabra totémica de la “nueva política”: “Un partido nuevo, un nuevo estilo”. Defiende la identidad y el autogobierno de Catalunya desde “la tradición clásica del catalanismo no independentista”.

Convergents. Una marca fundada en el otoño de 2017 en torno al exconseller Germà Gordó, salpicado por la financiación irregular de CDC. Los componentes de esta formación se definen como soberanistas de centro amplio, pero con un claro antagonismo ideológico frente a la izquierda.

Lliga Democràtica. Fundada en agosto de 2019, tiene como cabeza visible a la politóloga Astrid Barrio y al expresidente de Societat Civil Catalana, Josep Ramon Bosch, y cuenta con veteranos dirigentes de diversa procedencia: desde la extinta Unió Democràtica hasta el PP o la autodisuelta CDC. Su divisa, algo redundante, sería seny-ordre-moderació, aunque ideológicamente aglutinaría a liberales, conservadores y democristianos. Su posición territorial abarcaría desde el regionalismo al federalismo.

PNC. El último y recién llegado al carril central del catalanismo, fue fundado en mayo pasado y está formado básicamente por disidentes del PDECat –con la antigua coordinadora de este partido, Marta Pascal, a la cabeza-, que rechazan el unilateralismo y la ambigüedad ideológica de Junts y de Carles Puigdemont. Se dirigen a los electores catalanistas, soberanistas e independentistas. El partido defiende el derecho a decidir pero no por la vía unilateral, sino pactada con el Estado. Ideológicamente se sitúan en un centro liberal amplio, como la antigua CDC.

Por ahora, las posibilidades de que todos esos grupos converjan en una sola alternativa de centro catalanista tropiezan con las reservas que genera la procedencia de algunos de sus miembros. De hecho, según la propia portavoz de la Lliga, Astrid Barrio, esta pléyade de ofertas podría diferenciarse a partir de dos estrategias distintas y en apariencia poco compatibles. La primera estaría básicamente orientada a aquellos antiguos votantes independentistas tácticos que podrían dejar sin mayoría al actual soberanismo unilateral. Los impulsores de esta hoja de ruta serían el PNC y el resto de huérfanos sobrevenidos del PDECat tras el golpe de mano de Puigdemont. A ellos se unirían los herederos de Unió (Units), con vistas a configurar una microversión de la antigua CiU. Es decir, pedigrí catalanista e incluso soberanista para captar a aquellos electores que reconocen el fracaso del procés pero que nunca apoyarán en unas autonómicas a fuerzas de obediencia estatal. De ahí la resistencia a converger con grupos y personas que proceden del espacio constitucionalista y más concretamente del PP.

La otra estrategia apuesta por una “gran alianza del catalanismo” que pueda agrupar tanto a personas que procedan del constitucionalismo como del soberanismo, pero que “deje de tener el procés como eje central”. Su programa común se centraría en la política económica y social y en reformas territoriales que contasen con el máximo consenso. Y su objetivo electoral sería atraer no solo a los independentistas decepcionados sino a antiguos votantes de Ciudadanos o incluso del PP que en las autonómicas votaban a Pujol o a Mas.

¿Cuál es la estrategia acertada? Las dos, pero con matices. La CiU de Pujol consiguió captar gran parte del voto útil de centro derecha no nacionalista (gente que votaba a UCD y luego al PP en las generales), aunque lo hizo desde un liderazgo indiscutiblemente catalanista y nacionalista. En 1979, los centristas de UCD todavía eran vistos como los “franquistes de Catalunya”. Pero, luego, todo eso cambió a través de la ambigüedad y el oportunismo. La oferta que combinaba la condición de español del año de su líder con el polisémico eslogan “Pujol president/Catalunya independent” no solo agrupaba ya en su interior a obsesos de la identidad y la soberanía catalana.

La famosa CiU del pal de paller englobaba también a los supuestos catalanistas emboscados en el franquismo, como Josep Gomis, el alcalde de Montblanc durante la dictadura, que rindió homenaje al “generalísimo” en su túmulo funerario y luego fue conseller de Interior de un gobierno nacionalista. Es decir, ocupación del territorio desde un campamento base genuinamente catalanista… pero con ingredientes ideológicos que permitieran la penetración por un centro y una derecha sin atributos: el enemigo, entonces, eran los “socialistas” (la izquierda) que al mismo tiempo se caricaturizaban como botiflers (o sea, entregados al poder central, que también estaba en manos de la izquierda).

¿Se puede reproducir, en una especie de operación de laboratorio y con mimbres tan diversos como los actuales, una fórmula de éxito igual de eficaz? De nuevo, la respuesta residirá en la consistencia organizativa, la cohesión ideológica y, sobre todo, el liderazgo de la nueva oferta. Los principales obstáculos se encuentran en su propia gestación. Sin embargo, tampoco los ejes de confrontación son exactamente los mismos. Ahora el eje principal pivota entre ruptura o continuidad con España. Y, aunque en un segundo plano, emerge también un vector muy propio de la nueva política como consecuencia de la fatiga que ha generado el bucle en el que se ha instalado el fiasco del procés: la contraposición entre lo nuevo y lo viejo.

En definitiva, la tercera fuerza debe exudar frescura y novedad, parecerse algo más a la histórica CDC de Jordi Pujol que a los centristes de Antón Canyellas y proponer una mezcla perfecta de gestión (realismo) y reformas (esperanza). El partido de la abstención acecha en las próximas autonómicas y los electores huérfanos se contarán por millares. Las claves de un cambio de mayorías se explican en Cómo derrotar al independentismo en las urnas.El problema de la política catalana es que está construida sobre emociones. Y a pesar de -o precisamente por- la inhabilitación por entregas de Torra, Junts per Puigdemont sigue teniendo la bala de plata de la fecha de los comicios, que se convocaran cuando más fácil sea explotar la carga emocional que alberga el imaginario colectivo catalán.

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