Euskadi, Cataluña y una plantilla para el ‘prozesu’

Historia, emociones y política explican las afinidades entre vascos y catalanes. Desde que Sancho III de Navarra extendiera las fronteras de su reino hasta las lindes del de Aragón, el discurrir de lo que hoy son Euskadi y Cataluña ha seguido cursos parecidos, ocasionalmente conexos, pero nunca del todo paralelos. El elemento primigenio de la psique política del nacionalismo vasco y catalán son los viejos fueros, mitificados como ejemplos de legislación protodemócratica y convertidos, por su pérdida, en agravio causante de la nostalgia patriótica que simbolizada el Árbol de Gernika o el guarismo 1714 y su templo del Born barcelonés.

Ese sentimiento de desafuero es la célula madre de la que nacen los ismos político-identitarios: abertzalismo, catalanismo, independentismo… Y lleva 140 años en mutación sin que ningún proyecto de España lo haya podido satisfacer –o apagar—plenamente. La mayor sintonía entre Cataluña y ‘las Vascongadas’ no la propició ni el carlismo del S.XIX ni los pactos de la Galeusca durante la II República y la Guerra Civil. La logró, irónicamente, la dictadura de Franco. Tanto la gran burguesía vasca y como catalana medraron con el régimen. Mientras, a sus opositores –fueran de raíz nacionalista, republicana u obrera— les costó en acordar cuál era el mínimo común de vasquismo o catalanismo que les permitiera colaborar.

Desde la Transición, ambas comunidades han vivido historias diferentes. La vasca, marcada hasta hace apenas un lustro por el terrorismo de ETA como condicionante social y político capital; la catalana, caracterizada por el gradualismo y el peix al cove pujoliano. Los vascos, apenas romanizados en la antigüedad, tenemos a una cosmovisión poco sofisticada. Nuestro compás discierne entre lo que «tiene fundamento» y lo que no, con escaso margen para los matices. La Weltanschauung catalana, en cambio, tiene una sutileza mediterránea que siempre hemos envidiado. Un cosmopolitismo que contrasta con la rusticidad de quienes se saludan por la calle con un escueto «Aupa!». Pero algo extraño ha pasado últimamente. Se ha producido una radical inversión de papeles en la manera en que ambas sociedades –o, mejor dicho, menos sus estamentos políticos—proyectan hacia el futuro su ideal y su praxis de nación.

Así, Iñigo Urkullu puede hoy rechazar enfáticamente cualquier tentación unilateral y afirmar en plena campaña, sin miedo al castigo de los votantes, que «la independencia en el S.XXI hablar de imágenes del pasado». Por la misma razón, el lehendakari y el PNV, vacunados contra el aventurerismo tras el Plan Ibarretxe, no entienden que los presidents Mas y Puigdemont hayan abjurado del catalanismo tradicional para seguir la estela de los modernos enragés y sans culottes de ERC y la CUP. Todo tipo de factores explican esta divergencia: económicos (un menor impacto de la crisis en Euskadi), fiscales (el concierto económico que permite a la Jaurlaritza alegrías de gasto inasumibles en Cataluña), demográficos (una población envejecida que busca garantizar su bienestar) y una cultura política de pactos (seis de los diez gobiernos vascos han sido coaliciones de diversa naturaleza).

Tras el cese de los asesinatos de ETA, Euskadi ha experimentado una suerte amnesia voluntaria de los últimos 40 años para convertirse en un país esencialmente optimista. Sus expectativas son fundamentalmente materiales: más y mejor empleo, más y mejor industria, más y mejores servicios sociales… Y, sí, más autogobierno, pero sin romper nada. Cataluña, por el contrario vive un largo procés en el que los somriures han dado paso a la tensión, la ansiedad y el desconcierto. Asoma el pesimismo entre quienes comienzan a reparar en el abismo que separa las emociones y la realidad; entre los deseos y su materialización. En psicología, el distrés se produce cuando la carga emocional supera los recursos disponibles para superarla.

El giro copernicano en la política vasca refleja que la cuestión nacional – prioridad impuesta por la intimidación de ETA y la izquierda abertzale— se ha diluido entre otros afanes más terrenales generando un sentimiento de liberación colectiva. En Cataluña ha ocurrido lo diametralmente opuesto. El procés es el centro de todas las cosas. El Parlament se ha transmutado en asamblea nacional precursora de la República Catalana, el Govern ha abandonado su mandato de administrar y sus dos últimos presidents han asumido el papel de caudillos, generando división e incertidumbre.

Decía Benjamin Disraeli que «en política no hay amigos ni enemigos; solo intereses». Desde la transición, el PNV y CiU supieron hacer valer su presencia en el Congreso y su pre-eminencia en la gobernanza de sus comunidades, para defender sus intereses y acrecentar sus cuotas de autogobierno. Desde 2011, ambos partidos han tenido que gestionar la misma involución jacobina del PP, el mismo quietismo y la misma falta de visión y coraje de Mariano Rajoy. Y la consiguiente agudización de un nacionalismo español que revive los demonios de épocas pasadas. Pero la manera en que lo han hecho ha sido marcadamente diferente.

El PNV se ha centrado en recuperar su preeminencia política en Euskadi y ampliar su base gracias a una gestión social y económica que hasta sus oponentes tienen dificultades para atacar. La confrontación con el Estado ha sido la justa para salvar la cara. Y se ha ejercido, además, con diplomacia para evitar la animadversión de tiempos pasados hacia los vascos. Si hoy se repitiera un 23-F, la llamada de Felipe VI quizá fuera un «tranquilo, Iñigo, tranquilo». Con 120 años de historia, Urkullu sabe que al PNV le llegará de nuevo la oportunidad boxear por encima de su peso. Sea como posible árbitro en la conformación de un futuro gobierno en Madrid o, a medio plazo, en tareas más ambiciosas y trascendentes.

Por el contrario, el catalanismo práctico de CiU ya no existe. Su partido sucesor ya no representa a ese sector social al que la moderación, el posibilismo y la calculada ambigüedad daban, sobre todo, tranquilidad. Pero es un público que no ha desaparecido. En medio del ruido del procés –y de forma que recuerda al silencio que una vez imperó en Euskadi—solo está callado. Cataluña y Euskadi seguirán compartiendo afinidades y simpatías. Pero la divergencia en los caminos que han emprendido es trascendental. Y tendrá una incidencia decisiva en la inevitable reconfiguración del marco constitucional en el que España se relaciona con sus partes componentes. Los resultados de las elecciones vascas del próximo domingo harán mucho más que juzgar la gestión y el tono del PNV, medir las fuerzas de Bildu en un contexto de paz, comprobar la vigencia del PSE-PSOE en medio de su crisis de liderazgo o verificar si a Podemos le sigue funcionando su estrategia de ser, a la vez, carne y pescado.

Con la inclinación vasca por lo simple y lo que «tiene fundamento», quién sabe si no marcará el inicio de algo nuevo: el prozesu: reconocimiento como nación en un estado multinacional, concierto económico, presencia reforzada en la UE, blindaje lingüístico… Una prueba piloto de la nueva foralidad que permita a vascos y, eventualmente, catalanes sustituir la nostalgia de un pasado mitificado por la confianza en un futuro posible.