De políticos mentirosos, policías descoordinados y delincuentes felices
Hubo un tiempo en que los grupos de policía judicial de la Guardia Civil y de la Policía Nacional jugaban partidos de fútbol, previos a pantagruélicas comilonas de hermandad. Eso ocurría, al menos, en Barcelona. Daba igual el resultado. El árbitro, un reputado e histórico magistrado de la Audiencia Provincial, impartía justicia en el terreno de juego sin necesidad de mostrar tarjetas. Esos partidos solían celebrarse los sábados siempre que aquella delincuencia post-transición lo permitía.
El resto de la semana, la Policía Nacional, por un lado, y la Guardia Civil, por el otro, salían a la caza del delincuente conjurados en la más militante rivalidad. Era una dura competición desde la base, por cuestión de prurito profesional. Policías y guardias pugnaban por llevarse el gato al agua, por detener más y mejor, pero sobre todo, más que el otro.
La armonía y el compañerismo de los partidos de fútbol desaparecía en esa competición cuyo único acicate era, sin ninguna otra pretensión, sacar la lengua a sus colegas del otro cuerpo policial y así tener una excusa más para brindar de nuevo en el marco de una de aquellas comilonas post-mach donde nunca faltaban el vino, el whisky y el anecdotario. En ese escenario, naturalmente, se produjeron excesos.
Con el paso del tiempo y con la irrupción de los Mossos en el panorama policial catalán, la pugna entre cuerpos de seguridad ha subido de nivel. La competitividad ya no está en la base, en la tropa, sino en «las alturas». Es decir, aquel lugar donde se instalan los despachos en los que habitan los responsables políticos del orden público. Despachos situados en Madrid y en Barcelona, demasiado alejados de la calle y del patrullero.
Esos centros de dirección política de la seguridad pública –aun separados por 500 kilómetros de distancia–, curiosamente están decorados de forma parecida, como para impresionar al visitante, incluso huelen igual (a aire corrompido).
Pero son despachos de color político distinto y cuyos inquilinos responden a intereses políticos antagónicos. Y eso, en sí mismo, es un dato (el dato) que justifica esta realidad. La pugna entre cuerpos policiales ha dejado de ser competitiva (e imperfecta y excesiva) para ser fratricida (y patética y vergonzosa).
Y es una lástima porque esos políticos complacientes, que no han entendido todavía la definición más elemental de «servidor público», son, hoy por hoy, los mejores aliados del crimen organizado y la delincuencia terrorista. Dicen que los Mossos tienen órdenes de mutilar las notas informativas de sus actuaciones policiales. Esas que por protocolo han de llegar a sus colegas del CNP o de la Guardia Civil.
Dicen que el Ministerio del Interior omite información a los Mossos sobre datos que, sin embargo, fluyen con normalidad en la comunicación internacional entre policías estatales. Dicen que este es un país de pandereta.
La coordinación no existe. Y no debería de ser una quimera. Sólo el factor humano aguanta los mimbres de una policía que a su vez tiene que sustentar una parte sustancial y fundamental del Estado de derecho. Por suerte para todos, algunos policías, Mossos o guardias se saltan las directrices coercitivas de la respectiva superioridad para ceder a sus colegas, bajo mano, datos operativos que deberían «circular» de natural.
Es cierto que hubo un tiempo en que la policía era gris, muy gris. Es cierto que la evolución democrática del país ha normalizado conductas antijurídicas que parecían intocables. La policía y la Guardia Civil ya no campan a sus anchas por las calles de nuestras ciudades. Pero ya no hay partidos de fútbol, ni hermandad, ni competencia profesional, ni espíritu de superación.
Ahora las comilonas y el whisky lo toman los políticos. Y paga el crimen riendo a mandíbula batiente.