El fraude de la palabra

Las palabras consenso y concordia las más falseadas en estos últimos tiempos. No se pueden dar si no hay igualdad de condiciones

Vargas Llosa, Savater, Boadella, Ovejero, Posadas, Uriarte, Bustelo, Espada, Arruñada, Gómez Carrizo, Monmany, Guix y tantos otros… Firmas de primera línea, cultos, rigurosos, imaginativos, pero sobre todo valientes, por capaces de asumir el papel que se le exige a un intelectual.

El coraje de enfrentarse al poder cuando es injusto, esté ese poder donde esté, en el gobierno, en las fuerzas de seguridad, en la judicatura, entre sotanas, en el pueblo o en los ilimitados medios de comunicación. Cuando es injusto insisto, no vale un enfrentamiento al poder y al sistema por sistema, en modo adolescente, sino un enfrentamiento razonado y si es necesario arriesgado, asumiendo posibles pérdidas de prebendas e incluso de formas de subsistencia.

Intelectuales, escritores y artistas, profesionales de diversos ámbitos, jubilados y estudiantes… han dado apoyo al manifiesto “Hablar mal de este gobierno, Manifiesto contra la resignación” que ha publicado El Mundo en su digital. Cientos de firmantes que se siguen incorporando de forma constante, han querido denunciar una mala gestión del ejecutivo, pero su adhesión va más allá de un grito de hartazgo, o de un lamento desesperado por tanto autoritarismo sectario e injustificado.

Llamar a las cosas por su nombre

Es la muestra de que existe una verdadera necesidad de elevar el debate público, de devolverle sus principios de realidad y voluntad de verdad, de exigir a los políticos, absolutamente imprescindibles en una democracia de calidad, un carácter de servicio que parece desaparecido, más gestiones eficaces que nos faciliten y mejoren la vida y menos retorica al servicio de su propia permanencia en los cargos.

No parece tan difícil conseguirlo, se trataría, para empezar, de llamar a las cosas por su nombre. No podemos llamar democracia al mero acto de votar, ni identificar progresismo con la izquierda, ni aceptar la mentira como propaganda. No podemos llamar consenso a lo que es sometimiento.

Y son las palabras consenso y concordia las más falseadas en estos últimos tiempos. Personas cargadas de buenas intenciones, con la honesta creencia de que sólo con la templanza, el acuerdo y la moderación una sociedad puede avanzar, se dejan deslumbrar por el sonido de esta llamada al encuentro sin tener en cuenta que para que se dé tienen que estar las partes en igualdad de condiciones.

Condiciones iguales ante la ley, claro, el resto de diferencias son aquellas con las que siempre hay que lidiar y hacen rica una sociedad. Pero donde no se puede dar consenso es en una situación donde se dé el abuso, no se puede dar consenso entre ciudadanos y terroristas, entre tiranos y súbditos, entre raptor y rehén, entre víctima y verdugo.

¿Consenso y concordia sin legalidad?

Parece como si la palabra consenso pudiese ejercer de juez en cualquier situación, como si se tratara de un sortilegio, devolviéndonos la paz y la convivencia, pero no hay paz sin ley, no hay paz sin justicia y no hay consenso sin derechos.

En Cataluña, desde el Govern de la Generalitat se están incumpliendo leyes, privando de sus derechos a muchos ciudadanos. ¿A qué consenso se puede llegar en una sociedad en la que las autoridades incumplen sus propias leyes? ¿Qué concordia puede haber cuando el poder ejecutivo no es neutral?

Así que diría que antes de clamar por el consenso o la concordia, antes de esgrimir bellas palabras para que actúen a modo de conjuro, asegurémonos de que las condiciones imprescindibles se dan para conseguir que las palabras respondan a su verdadero significado, para ejercer su auténtico poder, su genuino poder transformador; la palabra es capaz de trasformar la realidad. Devolvámoselo.