En España, los jueces ni se compran ni se venden: se regalan
La frase que titula este artículo no es obra del autor, sino que pertenece a quien fuera fiscal jefe del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, José María Mena.
¿Los jueces y fiscales dictan (o dejan de hacerlo) resoluciones injustas a sabiendas y a demás cobran por ello en dinero o en especies?
¿Trafican con la información a la que tienen acceso?
¿Trafican con su influencia?
Resulta razonable pensar que la condición de jueces o fiscales, en sí misma, no es una patente de corso que exima a sus señorías de la tentación de morder la manzana prohibida. Pero, ¿cómo y cuánto de arraigada está la corrupción en ese mundo de togas?
Mena, hombre inteligente, estratega y de genuina ironía, suele medir mucho lo que dice y lo que calla. Nada en su boca es casual. Por tanto, sus palabras, aunque tontean con una premeditada ambigüedad, se deben interpretar como una constatación objetiva. Da la sensación de que el ex fiscal sabe de quién habla.
Hace ya algunos años, un juez estrella de la Audiencia Nacional, dirigió una operación policial por blanqueo de capitales contra algunos directivos de Banca Privada de Andorra (BPA). Se produjeron detenciones. Se celebró el juicio, y se dictaron condenas. Tiempo después, el propio banco andorrano organizó unas jornadas internacionales sobre la lucha contra el banqueo de capitales en el Principado y ese juez fue invitado a las mismas.
También asistió como ponente un reputado fiscal catalán, y un conocido profesor de derecho penal. Cobraron 6.000 euros cada uno y tanto ellos, como sus esposas, fueron agasajados con el viaje, la estancia, los balnearios de Andorra y las correspondientes dietas.
Extraña relación entre la banca y la justicia. Por un lado, y de forma habitual, las corporaciones financieras recurren a «invitaciones» de jueces y fiscales para actos oficiales (conferencias, cursos, jornadas…) vinculados con las actividades del propio sector.
Por otro lado, jueces y fiscales sucumben a la tentación de asistir. Y, por supuesto, de cobrar por ello.
¿Es esta una relación higiénica?
Los bancos, las consultoras, las grandes compañías y las grandes corporaciones industriales, son ámbitos de riesgo para que florezcan en ellos, o a partir de ellos, algún brote de corrupción. Y, a menudo (no siempre), esos brotes llegan a los juzgados y a la fiscalía. Los jueces y fiscales, que compadreen con el poder económico (o político, siempre entrelazados), estarán en entredicho y pesará sobre ellos una duda justa o injusta sea cual sea la determinación procesal que acaben adoptando en sus dictámenes técnicos-jurídicos.
Ser, parecer y demostrar.
La solución es la de no aceptar las invitaciones. Y dejar los «bolos» en manos, quizá, del mundo jurídico académico, más que del mundo estrictamente judicial.
Esas invitaciones son manzanas envenenadas, pero lustrosas, jugosas y tentadoras para quien desde su atalaya ve pasar la sugerente ramplonería del prepotente, asociada con la fastuosidad embriagadora del lujo, y esa erótica artificial que rezuma la estirpe del poder, ese ámbito en el que sólo pueden entrar los que mueven los hilos. «Tengo el poder, pero no tengo dinero», parece que piensan algunos.
Ser parecer y demostrar. No hay otra.
Hace seis años se celebró un juicio en la Audiencia de Barcelona contra el vicepresidente de un importante banco español. Poco antes del juicio, el fiscal de caso, un tipo recto, decente y valiente (por consiguiente, muy envidiado y odiado por cobardes e indecentes) recibió una llamada desde Madrid por parte de la dentista que atendía de una difícil malformación bucal a su hija de siete años. Le dijo que ella y su marido tenían previsto viajar a Barcelona y se emplazaron los dos matrimonios para pasar el fin de semana juntos.
El marido de la dentista era un alto directivo perteneciente a la asesoría jurídica del banco cuyo vicepresidente iba a ser acusado por el fiscal.
Ese honorable miembro de la fiscalía se mudó a casa de un amigo durante ese fin de semana. Mintió. Les dijo que tenía un asunto relevante y sobrevenido en el extranjero y se quitó de en medio. Haciéndolo, pasó por encima de la tentación manifiesta y previsible, del marido de la dentista en influir, o proponer, o tentar, o apelar, o reblandecer los eventuales argumentos incriminatorios de ese humilde, solitario y valiente fiscal.
El marido de la dentista, sin duda, venía a Barcelona a eso. Y el fiscal no le dio pié.
Se celebró el juicio, se dictó sentencia condenatoria, y José Luis Rodríguez Zapatero, en el último Consejo de Ministros como presidente del Gobierno, concedió el indulto al banquero delincuente. Pero eso es harina de otro costal.
Son estilos distintos de entender la función pública.
Me reconforta que en un sistema tan perverso y tiznado como el que representa nuestro ordenamiento judicial existan jueces o fiscales como éste. No son la excepción, pero no son la mayoría. La mayoría especula.
Resulta descorazonador el constatar que algunas togas reputadas continúan en sus atalayas, babeando sus puros habanos, con cara de satisfechos al sentirse idolatrados, convencidos de que cualquier otra forma de entender su cometido es hacer el primo y con la certeza y tranquilidad de que el sistema es torpe y reacio para reprenderles.
Los jueces y fiscales que «se regalan» se tapan entre ellos, se cubren, se tensionan lo justo para mantener ese estatus quo de impunidad. En este país, la mayoría de los jueces y fiscales son honrados, pero no todos son valientes.
El titular de este artículo es de José María Mena, hombre hábil, estratega, referencial, autor de frases y circunloquios graciosos e inteligentes, de acreditada honradez personal pero que, salvo en el caso Pasqual Estevil y en el de un juez con las facultades físicas perturbadas, jamás firmó denuncia alguna contra jueces o fiscales cuando él sabe (y lo dice) que algunos tienden a regalarse y a ser regalados.