Abengoa merece ser preservada

Cuando una institución, entidad o empresa entra en crisis, casi siempre, acostumbran a aparecer dos «enemigos» de la mano. Uno es echar mano del statu quo, lo de casi siempre; el otro es dejarse llevar por conductas oportunistas.

Esta coincidencia es de aplicación al caso de la crisis de Abengoa, donde lo lógico sería analizar las causas específicas de la crisis y buscar una solución acorde con la magnitud del problema.

Pero la lógica no acostumbra a ser una guía para resolver estos conflictos. No hace falta repetir ni lo grave de la situación, ni, por supuesto, lo que representa Abengoa en el panorama industrial español, que doy por sabidos. Afortunadamente la reforma concursal nos ha dotado del artículo 5 bis que permite y facilita disponer de un tiempo, cuatro meses, para negociar una solución.

Y en esto se está. Pero a mi entender lo relevante es ser capaces de encontrar una solución que salve la empresa –si tiene solución, que creo que sí, por lo que luego explico– y reparta los costes de manera equitativa en función del binomio riesgo-rentabilidad.

En primer lugar, parece que la compañía puede encontrar una salvación si nos atenemos a la oferta que el grupo Gonvarri hizo la semana pasada para una toma de un paquete significativo del 28% de las acciones de Abengoa en una ampliación de capital. Ponía 350 millones de euros, y pedía una financiación de 1.500 millones sobre un pasivo de unos 20.000 millones.

Gonvarri es un grupo serio y solvente y si hizo la oferta era porque creía que la empresa era viable, y que el problema radicaba en una mala estructura de la deuda, es decir en una financiación excesiva. Pero para salvarse –evitar la quiebra y la disolución– es preciso romper algún tabú. Por ejemplo, el de «(no) poner dinero bueno sobre dinero malo»; otro mantra de la banca comercial que se utiliza para diluir responsabilidades.

Si un préstamo ha ido mal, existen dos actitudes: o se provisiona y a otra cosa o se colabora para reducir los daños colectivos. Y obviamente no es lo mismo una financiación de proveedores que un bonista con una rentabilidad del 7,5%. El nivel de protección de los acreedores debe ir en consonancia con su estatus en la financiación.

En este renglón la cooperación entre acreedores es fundamental para salvar su riesgo lo mejor posible; y no vale la distinción de bancos nacionales y bancos extranjeros. Pero, en cualquier caso, hay que reconocer que poner de acuerdo a más de un centenar de financiadores es tarea casi imposible si no se generan liderazgos potentes por uno y otro lado.

El valor de Abengoa para España es demasiado grande para dejar su destino en manos de unos bancos –no hay deudas con Hacienda y Seguridad Social ni con los trabajadores– y de unos ejecutivos coresponsables de la actual situación. Y son estas circunstancias por lo que la situación requiere, en mi opinión, la intervención del Estado.

Ésta, es indudable, se enfrenta a dificultades importantes. La primera es que nos hallamos a 20 días de las elecciones generales; otra es que el Gobierno cree que no debe inmiscuirse en un conflicto privado –«Europa no nos va a dejar»– el tercero es la falta de decisión, junto a que involucrarse supondría crear un «precedente», otro mantra.

Les voy a poner tres ejemplos para que decidan si encuentran precedentes de intervención proporcionales y similares. Con independencia del sistema bancario, que tiene sus connotaciones propias, tenemos la intervención-nacionalización de la industria del automóvil americana por parte del presidente Obama.

Si les parece demasiado cogido por los pelos, les citaré la compra por parte del Estado francés de un paquete significativo de las acciones de la compañía Peugeot antes de que cayera en manos chinas. Y si no les parece suficiente me atrevo a recordarles la intervención de Rumasa, un holding fuera de control.

Un organismo público debería dirigir la operación de salvamento para, acto seguido, devolver al mercado su gestión, quizá con una dimensión menor, pero intentando conservar el máximo posible de su talento, su implantación internacional, su tecnología y el empleo.

Obviamente, los accionistas deberían perder su valor –de hecho ya lo están perdiendo– y los acreedores con quitas y esperas para disminuir la presión sobre la empresa, para que pueda recuperarse con una gestión profesional o en manos de otro grupo.

Claramente no se trata de una solución para socializar pérdidas, sino para intentar resguardar los valores de una empresa que ha tenido una gestión muy imprudente y de falta de transparencia, pero que no merece ser destruida. Los valores son realmente superiores al coste de la salvación si se actúa rápido y con criterio.