Cómo ser Mariano Rajoy

José Luis Rodríguez Zapatero y Mariano Rajoy se disputan ferozmente el cetro de peor presidente español de la democracia. Las armas de ZP eran, sin embargo, diferentes. No hay líder más peligroso que aquel que siendo poco inteligente se considera brillante, ni mayor paradigma de la falsa excelencia que una falsa audacia. El Estatut de 2006 fueron los lodos que provocan estos males sediciosos, aunque conviene rescatar la decisiva contribución del PP a la pesadilla: interpuso un recurso de inconstitucionalidad que se ahorró, por ejemplo, en el muy similar texto andaluz, creando así los agravios que ahora espolean el divorcio.

Rajoy es otra cosa. Abonado a esa planicie intelectual que padecen casi sin excepción los políticos españoles, donde su antecesor optaba por la acción él antepone omisión, una retórica de colegio de curas de mitad del siglo XX y un desaliño estilístico y gestual que invita a la postración indefinida. Además, al hombre le han cambiado el guión. Él ya se imaginaba un presidencial desfile de estadísticas, los trombones de la recuperación cortando el viento del largo y duro invierno, Merkel y Obama citándole en sus memorias y la leyenda del milagro económico nuevamente tallada en los anales del país.

Pero la novela la escribe Dashiell Hammett y, claro, hay malos y se exigen bemoles, pechos al descubierto y sorbos de whisky a cara de perro. Justo lo que nunca quiso ni querrá.

El marasmo catalán evidencia en realidad una ausencia. No existen hoy en el mapa nacional dirigentes con visión panorámica y una idea envolvente y avanzada de España. El corto plazo ha desatado un tsunami de miopías y forjado una densa red de intereses pequeñoburgueses, un votito aquí, unos favores allá y el asiento mullido para la próxima legislatura.

Esquivar el bien común significa también ignorar cómo defenderlo cuando está amenazado. Y ahora lo está: un señor con ciertos poderes de Estado vaticina que romperá con la legalidad, creará estructuras paralelas, hará con la deuda lo que estime conveniente e impondrá incluso condiciones de parte al todo vencido (doble nacionalidad, el Barça en la liga), todo ello erigiéndose en intérprete supremo de los anhelos de un pueblo, como si los pueblos respirasen con un pulmón y pensasen con un cerebro (carta A Los Españoles, El País, 6 de septiembre).

Mariano tenía y tiene la chuleta de la Constitución, artículo 155, y una poderosa maquinaria jurídica al costado, y los guiños de la comunidad internacional, y el pavor amigo de empresarios y banqueros, y hasta la comprensión de un porcentaje nada desdeñable de españoles, pero sabe, ay, que la fractura se supera sólo con imaginación, seducciones, clarividencia y ecuanimidad, características que en general no le han acompañado como presidente.

Ejercitemos esas virtudes utópicas: esta semana, en algún punto del tráfago post 27-S, Rajoy estará solo, libre de asesores y secuaces. Encenderá entonces un habano, colocará los pies sobre la mesa de caoba o roble y pedirá al teléfono rojo un ring con la mirada. Al otro lado encontrará la voz de Artur Mas (vale, quizás sea otra voz), se hará el silencio, un silencio impenetrable y abisal, y sonará un clic terminante y sin palabras se habrán dicho muchas cosas.

Porque el drama de este laberinto no es el déficit de héroes sino el superávit de villanos, pares en el reino de los lerdos, víctimas todas de un sistema alejado desde hace décadas de la competencia y la excelencia, principios del sector privado que nunca debieron excluirse del sector público, huérfano a la vez en disciplinas del espíritu tan cruciales como la lealtad, la honestidad y la generosidad. ¿Se imaginan? Ya. Yo tampoco. 

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