Coyotes en la llanura

Una encuesta sobre la cumbre del deseo humano posiblemente apuntaría a la inmortalidad. Si al interrogado se le pidiese un boceto del futuro, Ex Machina no sería una película. Ambas escenografías ruedan suavemente hacia el presente, emborronando la frontera entre la imaginación y la rutina, aunque firmar el contrato visionario sin repasar la letra pequeña convierta al contratante en un pardillo.

El sanedrín mundial de la inteligencia artificial, reunido recientemente en Buenos Aires y habitual en los medios de comunicación, enarbola desde hace años el estandarte de una advertencia: sin un adecuado control, sin una inyección de ética humana, robots y computadoras se emanciparán, vulnerando las tres leyes de la robótica de Asimov y colocándonos en una situación inédita. Terminator, aúllan los agoreros, sería tan real como el Cañón del Colorado.

Paralelamente, Ray Kurzweil, experto en quinielas, vaticina la inmortalidad para 2045. En el Apartamento del Optimismo residen también personajes de diverso pelaje: Elon Musk, del Instituto para el Futuro de la Vida; Dmitri Itskov, empeñado en trasplantar el cerebro a un disco duro y de ahí a un ordenador; o Aubrey de Grey, quien sin despeinarse coloca el listón de la existencia individual en 1.000 años, década arriba o abajo.

Transhumanismo. Ése sería el titular, ésa la convergencia: carne y chip en indisoluble unidad. O sea, que la máquina no asumirá el rol del exterminador. La máquina seremos nosotros en una gradación que dependerá del grado de riqueza (más pasta, más artilugios, mayor longevidad), cohabitando asimismo con una raza de robots puros, presumiblemente ciudadanos de segunda, abejas obreras, curris de Fraggle Rock.

Si admitimos que por ahora, y pese al voluntarismo de diferentes chamanes, éste es un relato de ciencia-ficción, la acera transhumanista quedaría bajo el influjo de la nube ficticia. Todavía pueden ustedes sonreír socarronamente: Matusalén seguirá invicto una temporada. Pero vigilen sus carteras cuando paseen por el barrio de los androides porque ahí el único fallo es el enfoque. No habrá en el medio plazo robots asesinos pero sí profesionales dispuestos a birlarle su empleo. Es el poder del algoritmo. Incluso la empatía puede replicarse. Y entonces el problema que se plantea es otro.

¿Qué ocurriría en una sociedad que ya no se nutre de médicos, jueces, psicólogos e ingenieros humanos? En esencia, dos cosas: que la riqueza estaría en manos de los propietarios de las máquinas, con el desequilibrio que tal reparto conlleva, y que una inmensa mayoría de la población quedaría ociosa. Pidamos un juego de llaves a los huéspedes del apartamento anteriormente citado y atrevámonos a suscribir alguno de sus pasajes: esa minoría hiperrica pagaría inmensos impuestos que permitirían costear rentas básicas y fabulosos servicios públicos. La legión del ocio repescaría así las raíces del Renacimiento y la Ilustración, creando, pensando, arriesgando. Túnicas blancas y liras de marfil. La era del refinamiento.

La clave es calcular cuánta cuota de maldad encerramos. Si el hombre es un coyote para el hombre, y la historia no demuestra lo contrario, la robótica avanzará hacia autopistas espurias, los elitistas sólo donarán sus céntimos y la imperfecta inmortalidad anhelada será un producto de lujo y no una verdad universal que riegue las aldeas de Etiopía o las favelas de Brasil. Es el egoísmo, estúpido.

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