Denle a Cataluña el concierto

Los artículos 2 y 138 de la Constitución española deberían estar sobre la mesa de una reforma oceánica que sólo Mariano Rajoy, con su proverbial densidad, puede retrasar. Bisturí contra el corazón del sistema, sí, porque esos pasajes consagran el principio de solidaridad y endosan al Estado la obligación de velar por un «equilibrio económico, adecuado y justo» entre las diversas piezas del sudoku ibérico.

Tal enunciado encierra en realidad la contradicción más flagrante del otrora texto sacro, ya que choca descaradamente con la Disposición Adicional Primera, la que blinda los fueros y con ellos el concierto vasco y navarro, a su vez ántrax para el 138.2: «Las diferencias entre los Estatutos de las distintas Comunidades Autónomas no podrán implicar, en ningún caso, privilegios económicos o sociales». Convendría subirse a Delorean, aunque sea para viajar al pasado. Quizás así entenderíamos en qué estaban pensando los padres legisladores cuando escribían el poemario.

Han pasado 37 años y han llovido los millones de una solidaridad básicamente europea. Entre tanto, la cosa doméstica ha funcionado con modelos de financiación más o menos pésimos y 17 literaturas paralelas de agravios. Ni los contribuyentes netos ni los netos beneficiarios parecen contentos con el tráfico de euros destinado a recortar (o cuando menos preservar) diferencias.

Antes de envolverse en los trapos de la secesión, la Cataluña nacionalista pedía autonomía tributaria, es decir, la prerrogativa de recaudar y gestionar todos los impuestos en su zona de influencia, extendiendo después un cheque al Estado para los más pobres por una cantidad obviamente menor que la resultante del cálculo actual (y a menudo abstruso) de las balanzas fiscales.

Retomar esa reivindicación no sólo sería una forma de imponer, a la política más brava, el deseo mayoritario de la sociedad a la que dice administrar. También abriría una ruta hacia la eliminación del vicio del conformismo en aquellas regiones que, como Andalucía, han progresado gracias al globo de la europeización sin acercarse nunca al dinamismo de los emporios.

La sombra del darwinismo se cierne sobre este planteamiento, cuyo sustrato es EEUU, tierra de pioneros, desbrozadores y buscaminas. Pero el tiempo da y quita razones, y sobre todo fabrica mayorías de edad, y al final queda el expediente académico, una hoja de servicios donde el recurso a los retrasos históricos pierde fuelle frente al boletín oficial de los hechos.

Si con 30.000 millones (es el presupuesto de la Junta de Andalucía) no eres capaz de dibujar un paisaje atractivo para inversores, emprendedores y ciudadanos; si con casi 7.000 (es la partida de educación) no cambias mentalidades; si copias el Estatut y después devuelves competencias por incapacidad manifiesta; si desvías o no utilizas fondos destinados a la formación de parados, entonces tal vez ha llegado el momento de calibrar los engranajes del reloj.

Porque construir un país más justo no es costearle el bienestar al más improductivo, sino fomentar la competencia, la excelencia y la imaginación. Se trata de elegir entre igualar por abajo (PSOE, IU, Podemos) o igualar por arriba (casilla en blanco). O de asumir que la estabilidad no depende de los regalos, sino de la facturación. Reescribir los salmos constitucionales es ofrecerle a España 30 años de moderada paz identitaria, despertando de paso a algún gigante dormido.

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