El agujero negro de las finanzas catalanas

La magia del festival consultivo del 9 de noviembre se ha esfumado y toca poner otra vez los pies en el suelo. El Govern de Artur Mas se enfrenta ahora a la cruda realidad de su gestión diaria, que hace agua por todos lados y presenta boquetes insondables.

Sus balances almacenan un amasijo de débitos e impagos pertinaces. Si la Generalitat fuera una sociedad mercantil corriente y moliente, hace largo tiempo que habría suspendido pagos.

Es de justicia señalar que esta situación de quiebra latente no es obra exclusiva de Artur Mas. Sus orígenes derivan, en buena parte, del nefasto legado que dejaron los tripartitos de Maragall y Montilla. Tales personajes consiguieron, en sus siete años de mandato, el insólito récord de triplicar con creces el pasivo público hasta los 32.000 millones.

La hazaña parecía irrepetible. Craso error. El “Govern de los mejores” de Mas ya la supera, pues en apenas un cuatrienio ha doblado el descubierto hasta los 62.000 millones, equivalentes a un tercio del PIB regional. Sólo el pasado ejercicio, los intereses de tamaña losa acarrearon el desembolso de 2.000 millones.

Standard & Poor’s y Moody’s, integrantes del oligopolio mundial de la calificación de solvencia, aseguran que los títulos catalanes encierran altas posibilidades de impago y los han relegado a la miserable categoría del bono basura. Su colega Fitch Ratings amenaza así mismo con enviarlos al estercolero, si persisten las tensiones políticas.

Como el tripartito de Montilla no podía emitir deuda, se sacó de la manga el tocomocho de los “bonos patrióticos”, remunerados con generosos rendimientos. Casi 700.000 ciudadanos los suscribieron en sucesivas tandas entre 2010 y 2012. Las primeras se pudieron devolver, mediante el muy original procedimiento de amortizarlas con el lanzamiento de nuevas series.

Pero a la hora de afrontar las postreras, no hubo más remedio que recurrir al Estado central para que las liquidara, en una especie de socialización de los atrasos autonómicos a escala peninsular.

Artur Mas intentó utilizar también el mismo mecanismo. Ya lo ha descartado de plano, por la sencilla razón de que no se halla en condiciones de restituir los préstamos. Por supuesto, menos aún puede colocar papel directamente en los mercados, pues sufriría un rechazo frontal a la vista de las notas negativas de las famosas agencias.

A estas alturas de la película, semeja imposible que las finanzas vernáculas no se hayan desmoronado como un castillo de naipes. El aparente milagro reside en la respiración asistida que les viene prodigando el Gobierno de Rajoy, en forma de inyecciones masivas de numerario.

De hecho, si el tambaleante andamiaje del Govern se mantiene a duras penas en pie, es gracias a los instrumentos de bombeo articulados por el Gobierno central, entre ellos el Fondo de Liquidez Autonómica y los planes de pago a proveedores. Los sucesivos FLA han suministrado desde 2012 a las arcas de la Generalitat 24.000 millones de euros, o sea, casi la mitad de los fondos totales que Madrid ha puesto a disposición de las comunidades.

Ello significa que en los tres últimos años se han insuflado a la Generalitat 666 millones mensuales, o casi un millón de euros por hora, para atender vencimientos, financiar el déficit y otras obligaciones corrientes. A ello son de añadir los 14.000 millones que las arcas estatales vomitaron para apalancar a Catalunya Caixa, evitar su desplome y salvar el peculio de los impositores.

Dado que ni siquiera auxilios tan voluminosos logran robustecer el Erario de la plaza de Sant Jaume, la denostada Madrid ha tenido que ampliar sobre la marcha los plazos de amortización y rebanar los tipos que cobra el FLA. Así, el 5,18% que regía en 2012, ha adelgazado hasta al 1%, y encima, con efectos retroactivos.

Entretanto, ¿qué medidas ha tomado Artur Mas para conjurar el desastre? Básicamente tres, a saber, venta de patrimonio, en particular las fastuosas sedes y subsedes de las consejerías; subida de la presión impositiva, que ha convertido Catalunya en un infierno fiscal; y creación de 30 nuevos impuestos o gravámenes.

A la vez, se ha propinado drásticos recortes a las partidas de educación y sanidad, dos de los pilares del Estado del bienestar. La plantilla de funcionarios apenas se ha podado en 4.000 de las 226.000 personas que la integran. Sin embargo, el aparato de la Generalitat sigue crujiendo por todos lados. Costará Dios y ayuda enderezar su agobiante situación.