España a propósito de Europa

El proyecto de construcción europea ha sido la gran referencia de España desde el comienzo de sus esfuerzos por culminar con éxito la gran apuesta política –histórica, cabría decir— del pacto constitucional y la transición democrática.

La idea de Europa ejerció una continua atracción sobre nuestro pro-pio proyecto democrático. Era la estación de llegada de un proceso erizado de obstáculos e incertidumbres. Era el espejo en el que nos queríamos mirar para ver reflejada la normalidad democrática a la que aspirábamos. Pero Europa fue también un poderoso acicate para la modernización de la economía española, un nuevo paso de apertura que volvió a demostrar la capacidad de nuestra economía. En suma, Europa forma parte de la historia de éxito de la que España ha venido siendo protagonista en las últimas décadas.

Hoy, una imagen de crisis profunda se proyecta desde casi todos los ámbitos de la Unión. Esta vez da la impresión de que no podemos consolarnos con aquello de que “Europa se ha hecho a golpe de crisis” al decir de Jean Monet. Esta vez no es una crisis de crecimiento, ni se trata de las turbulencias previas a un nuevo avance. No se trata del choque de estrategias negociadoras que al final encontraran un acomodo razonable.

Lo que Europa sufre es mas grave, afecta a los propios valores fundacionales de la Unión, a los consensos que la han sustentado. La recesión económica puso a prueba al euro. Y cuando todavía el euro no ha terminado de conjurar los riesgos que lo amenazan, parece que el brexit marca el inicio de una recesión política inducida por el avance de los nacionalismos y los populismos en los estados miembros.

El brexit, ya se ha dicho, supuso la insólita decisión de un país que optó por abandonar la Unión Europea. Una medida insólita por impensable, que fue interpretada por los populismos como la señal que confirmaba la viabilidad de su apuesta antieuropea. La complejidad de un proceso de desconexión casi inextricable que está debilitando a la propia Gran Bretaña, no esta disuadiendo a otros de jugar con la idea de seguir debilitando la Unión desafiando sus reglas básicas.

En el lado oriental de la UE, el Grupo de Visegrado marca distancias y adopta una órbita cada vez más excéntrica respecto a Bruselas, si bien cada unos de los países que lo componen reclaman matices importantes en el análisis.

En Italia, la confluencia de los populistas de la Lega y del Movimiento 5 Estrellas se hace sobre la base de explotar los sentimientos antieuropeos previamente exacerbados. Francia no es suficiente para hacer que el eje con Berlín gire con la potencia necesaria, entre otras razones porque por primera vez en décadas tenemos la singular experiencia de ver en la cancillería federal alemana algo que se parece mucho a eso que en los Estados Unidos se denomina “el pato cojo”.

De hecho, después del mal resultado en las elecciones estatales de Hesse, Angela Merkel anunció su decisión de abandonar la presidencia de la CDU y de no optar a la reelección como canciller. Su declive señala la progresiva pérdida de factores de estabilidad y de liderazgo dentro de la Unión, cuando éstos más se necesitan.

Lo cierto es que el proyecto europeo, o mejor, su demonización, se ha convertido en el caladero retórico y electoral en el que nacionalistas y populistas esperan seguir prosperando. Es probable que las próximas elecciones al parlamento europeo jalonen esta dinámica con la presencia significativa de las tendencias antieuropeas que están organizándose a escala continental.

Si, como se decía unas líneas más arriba, la Unión Europea ha sido una de las referencias más poderosas en la construcción del sistema democrático español, su crisis no deja de tener consecuencias potenciales sobre la que merece la pena reflexionar. Con el Reino Unido fuera e Italia transitando de lleno un camino que podría conducir a resultados no muy distintos a los británicos, España tiene una oportunidad obvia de crecer como un país con mayor peso, mayor protagonismo y mayor fuerza.

Pero hay dos obstáculos que se inter-ponen. El primero de ellos tiene que ver con la renuencia de nuestro país a asumir responsabilidades en el orden internacional. Una larga tradición política ha seguido sosteniendo que la arena exterior es un terreno en el que los riesgos se concentran y las ventajas nunca son fáciles de identificar. Una política exterior ambiciosa se suele presentar no tanto como la conveniencia de aprovechar oportunidades, sino como un ejercicio poco práctico de prestigio.

Aquella brillante ocurrencia de Francisco Fernández Ordóñez cuando sentenciaba que la política europea de España consistía en “hablar los quintos” sigue respondiendo a una tendencia arraigada de conformismo que es preciso superar. El segundo de estos obstáculos radica en una evolución política interna que ahonde en los facto-res de incertidumbre que actualmente se dan en nuestro país. España ha sido un país que ha podido compararse con ventaja con muchos otros europeos, víctimas de los populismos nacionalistas.

Es verdad que el modelo de partidos ha sufrido el impacto del surgimiento de nuevas formaciones. Pero de éstas, sólo una, Podemos, representa a la extrema izquierda populista, que a pesar de las expectativas no desbancó al PSOE como primera fuerza de la izquierda y ello contando con que los socialistas en 2015 y 2016 descendieron a mínimos históricos. No ha habido en España un populismo de derecha y no es previsible, a pesar de la eclosión de Vox en Andalucía, que la evolución del partido que quiere ocupar ese teórico espacio pueda alcanzar los niveles de voto como los conseguidos por opciones parecidas en otros países europeos. El Partido Popular ha acreditado en estos años una resistencia apreciable en términos relativos y la evolución de Ciudadanos confirmaría que en el centro de-recha los desplazamientos de voto no se apuntan a las ofertas antisistema. Por eso, llama la atención que pudiendo contener a los populismos y a los nacionalismos que comprometen el proyecto europeo, éstos no hayan dejado de ocupar parcelas de influencia y poder mediante los acuerdos generalizados con el PSOE.

De este modo, parece que los activos de estabilidad en España no están siendo “puestos en valor” y que las fuerzas que entran en conflicto con el proyecto euro-peo, a las que los votantes no han querido dar fuerza determinante, son aupadas por una rebuscada ingeniera parlamentaria a posiciones de influencia que en buena lógica electoral no les corresponderían.

De ahí se desprenden dos consideraciones finales. Una es que la proyección exterior de un país es función de su fortaleza interna. Difícilmente tendremos esa proyección europea a la que aspiramos si, desde la política, se favorecen los elementos de inestabilidad y precariedad en el desempeño institucional, sin capacidad de afrontar acuerdos amplios. Pero hay otra cautela: una Europa en crisis nos hace más responsables aun de nuestros problemas. La red de seguridad que Europa ha tendido en otras ocasiones es ahora más débil y problemática. Debemos ser conscientes de que las cosas han ido cambiando en Europa y no siempre lo han hecho en la dirección que nos gustaría.