Flores y Castigo

Vivimos tan ensimismados que perdemos la perspectiva. Uno se preocupa por lo que tiene, reza el dicho popular, aunque brille el sol en casa y sólo escupan fuego en el extranjero, allá donde las mañanas huelen a drones y napalm.

España, como cualquier otro país europeo, arrastra preocupaciones conectadas a la economía, la corrupción, la demografía y en general el despertar demasiado brusco del sueño de la abundancia, pero conserva, nuevamente como la mayoría de sus vecinos, un vigor democrático sin parangón en el cono sur, Asia y buena parte del centro y el norte de América; servicios sociales más que dignos, un modo de vida amable y aceptables cuotas de porvenir.

Piensen en Birmania o Corea del Norte, en China o Sudán, en Pakistán o Guatemala, Colombia o México, pero también en Estados Unidos, donde todavía la muerte es un derecho defensivo del Estado, una suerte de burocracia terminal en la que caben errores tan fatales que impiden al administrado la restitución de su tesoro último que es la vida.

El caso es que ese saco de virtudes quedó agujereado el 11 de septiembre de 2001 y nadie ha logrado desde entonces remendarlo: París es el último ejemplo, como antes lo fueron Madrid y Londres. Muchas veces viene a mi memoria un libro de Amin Maalouf, Las Cruzadas Vistas por los Árabes, que explica, en parte, el quebranto secular de Oriente. Lo increíble es la persistencia de un relato tan victimista, tan viejo, tan entregado a la derrota. Un relato que nace sólo en parte de la desesperación. El motor es el odio.

Pensar que el incremento de la seguridad nos puede salvar, aun a costa de sacrificar mayores cuotas de libertad, es utópico. El océano no cabe en una piscina videovigilada. Quizás esta triste sangre sólo sea sorteable desde el simbolismo que encierran las palabras, cuando menos como punto de partida: así rompieron barreras Gandhi, Mandela o Luther King; así formuló Zapatero, torpemente, su Alianza de Civilizaciones, tan difusa como sarcástica (¿era Erdogan un socio adecuado para semejante empresa?).

La Fallaci, sin embargo, habría desmontado esta aproximación con su argumentario habitual. El islam devora con la inmigración las entrañas de Occidente. La trampa está en nuestro mismísimo apartamento. Todo es parte de un plan. Como la conquista china del mundo a través de los barrios.

Jean-Claude Izzo describe en su trilogía negra las entrañas de Marsella, un rodal frente a la República, un avispero de mafias y guetos donde nacer árabe ya es jugar con las cartas marcadas. He ahí el fracaso de Europa, haber descuidado la parte subsanable del jeroglífico, haberse negado el rol de Isla de Ellis.

Pero la teoría no es suficiente cuando en el río revuelto confluyen religión, antropología, psicología, política o geografía, cuando existen, tal y como son hoy, Siria o Afganistán; cuando Iraq emerge como ejemplo incontestable del efecto de una intervención militar sin un conocimiento hondo del terreno y de sus gentes; cuando Egipto parece querer decirnos que a Europa y EEUU les compensa más una dictadura que una demo(teo)cracia; cuando apenas Túnez florece como tercera vía.

Los momentos posteriores a una masacre alimentan el trazo grueso. Hollande habló de guerra. Obviamente, el Estado Islámico es el enemigo. Pero el palo, perfectamente lógico, carece de sentido si no va acompañado de un despliegue más meditado y ambicioso: cada inmigrante que llega al Viejo Continente es una oportunidad.

Para nosotros es población y (potencial) enriquecimiento, para cada uno de ellos es el horizonte de un nuevo comienzo y la posibilidad de participar del marketing que necesitamos para ahogar el incendio. No se trata de elegir entre castigo y flores. Se trata de combinarlos hasta que el primero acabe desapareciendo por la frondosidad de las segundas.

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