Into the wild
Mariano Rajoy fue el único español incapaz de pronunciar una sola palabra en inglés en la pasada South Summit de Madrid, un evento que reúne, conecta y premia a start ups, invita a gurús como Steve Wozniak o Yanki Margalit y, sobre todo, inspira a los más inquietos, multiplicando en sus cerebros los corredores para dar con la tecla de un negocio ganador.
Entre envarado y atribulado, Rajoy representa de alguna forma un arquetipo que se diluye poco a poco en favor de una generación más fresca y preparada. Los chavales que subían al escenario eran en muchos casos bilingües, vendían buenas ideas y desprendían ese aroma a Steve Jobs imprescindible en el salto del producto al inversor.
Flotaba, sobre el adaptado coso de Las Ventas, una sospecha terrible: España funciona mejor cuanto más alejada está de la Administración Pública. El actual sistema de partidos y su entramado institucional son demasiado rígidos, siguen copados muy mayoritariamente por los hijos (cronológicos) del franquismo y obligan a los jóvenes recambios, con sus cribas y lobotomías, a abrazar los defectos de serie, convirtiendo el ejercicio del poder en un hermético círculo vicioso. El Norte es el servilismo.
Las nuevas tecnologías son las orillas del Pacífico aguardando a Núñez de Balboa, un territorio libre de contaminación donde el talento es el machete y la ilusión el fuego. El circo funciona así: piensas, pules, investigas, te asocias y cuando te aproximas a la imperfecta perfección te echas a la carretera y buscas financiación vía inversores. Por ahora, la banca se mantiene en un discreto segundo plano, lo que en un país como éste, con su viscosa burbuja reciente, no deja de agrandar la sensación de pureza.
David Brown es el socio gerente de la aceleradora de empresas Techstars. No, él no vive en Silicon Valley. Prefirió instalarse en Boulder, Colorado, porque allí están sus amigos, su familia y su microcosmos emocional. El tipo rompe el mito fundacional del tecnocapitalismo: California, afirma, ya no es imprescindible. El triunfo se desliza sin apriorismos o pasaportes, y Málaga quizás sea un buen ejemplo, andaluza y puntera, caladero donde Google pesca (Virustotal) y a la vez encuentra competencia (Uptodown).
Pero volvamos al trecho que media entre el punto A (Rajoy) y el punto B (español bilingüe sobradamente preparado). Muchos llegaron a B porque alguien desde A sufragó sus estudios británicos o transoceánicos, certeza que destapa una carencia crítica. La universidad española debe inmolarse hasta los mismos cimientos y renacer reformulada para premiar otra vez a los mejores alumnos y profesores, fichar en campus ajeno, adiestrar holísticamente y abrazar definitivamente la praxis. Hacerlo bajo el pesado manto político es imposible. Hacerlo bajo el auspicio de lo viejo, también.
¿Brotará con el proclamado fin del bipartidismo una cultura de la excelencia académica? Es uno de los retos de esta larga seducción de tres meses. Albert Rivera ha sido más explícito y valiente que Pablo Iglesias, aunque es probable que ninguno de los dos se esfuerce en este punto porque los votos, desgraciadamente, se ganan y pierden en otros tableros.
Pero los líderes se esfuman y la educación permanece. Asfaltar las autopistas del pensamiento es el único método que habilitará una España mejor, políticos incluidos. Un presidente no deja de reflejar el promedio de la nación a la que representa. Mariano Rajoy, Susana Díaz o Artur Mas están donde están porque nadie les ha exigido ser mejores.