La economía, los ciudadanos y la felicidad

Aunque no siempre el posicionamiento es explícito, y mucho menos verbalizado, entre los políticos que gobiernan este país, tanto los del PP desde Madrid como los de CiU desde Barcelona, impera el liberalismo económico. La crisis no ha permitido una aplicación integral de sus ideas, pero aun así las hemos visto sobrevolar aspectos tan básicos como la educación y la sanidad.

Esa perseverancia, pese al crecimiento de la desigualdad y la pobreza en alarmante paralelismo con la salida de la recesión, hace especialmente oportuna la aparición de La economía no da la felicidad, pero ayuda a conseguirla, de José Carlos Díez. Pese a lo que se infiere de su título, el libro trata más de los ciudadanos como centro del mundo y del papel del Estado en sus vidas que sobre los negocios y las finanzas.

La economía, como la política, debe estar al servicio de las personas para facilitar su bienestar. Por eso, el autor, convencido de que el sistema capitalista es el mejor de los posibles, defiende al Estado/árbitro que corrige los excesos.

El mercado por sí sólo tiende a permitir que menos del 10% de la población concentre el 50% de la riqueza, de la misma manera que favorece una inercia en la que la renta del capital crece más que el PIB y que los salarios, y hace que la de rentista sea la actividad más productiva.

La propia esencia del sistema provoca sus crisis cíclicas, que como dramáticamente ha demostrado la gran depresión del 2008, no han acabado, lejos de las tesis ultraliberales del consenso de Washington.

La misión del Estado en la estabilización de la economía, tomando aire en las épocas de vacas gordas para hacer frente a las vacas flacas, y en la redistribución de la renta es vital. La reivindicación de ese papel es el eje central del libro, que como el anterior –Hay vida después de la crisis– es divulgativo y, sobre todo, optimista.

Díez presenta su obra como un manual para que los lectores tengan instrumentos para interpretar lo que ocurre a su alrededor sin necesidad de mediadores. Uno de los ejemplos que emplea para hablar de la intervención de lo público y de la economía del medio ambiente es Lanzarote. Un caso digno de estudio en las facultades de política y de economía.

Gracias al trabajo de César Manrique y a la influencia que ejerció en los políticos –franquistas– de su época, la huella de los tres millones de turistas que visitan cada año la isla no afecta demasiado a su frágil ecosistema.

La racionalización de las licencias hoteleras para adecuarlas no sólo a los intereses de los inversores, sino al bienestar general ha sido una de las claves para mantener el equilibrio entre turismo y naturaleza, entre la propia esencia de la isla y su progreso económico.

Es muy probable que en los tiempos de Manrique se oyeran las mismas voces de alarma que hoy tratan de sembrar el miedo entre los barceloneses porque el equipo de gobierno entrante en el ayuntamiento de la ciudad quiere hablar de tú a tú con la poderosa industria hotelera local. Pero, como vemos, no hay motivos para el temor. Ya se ha hecho en otros lugares, y en beneficio de todos.