La incontenible diarrea del BOE
Los estados mejor organizados son los que dictan pocas leyes, pero de rigurosa observancia. Esta lapidaria sentencia la pronunció hace casi cuatro siglos el filósofo Descartes. Pese al tiempo transcurrido, mantiene plena actualidad a la luz del maremoto dispositivo que nos sacude.
El Boletín Oficial del Estado vomitó el año pasado la friolera de 170.000 páginas de indigesta prosa, a razón de 465 cada día, incluyendo fines de semana y festivos. Semejante diluvio incluye 8 leyes orgánicas, 17 reales decretos leyes, 36 leyes y 1.108 reales decretos, amén de decenas de millares de disposiciones, órdenes y otros instrumentos de rango inferior.
Suma y sigue. En el primer trimestre de 2015, el BOE ha largado ya más de 40.000 folios. El Estado deviene una auténtica ametralladora de resoluciones. El devastador vendaval normativo que desata la llamada, antaño, Gaceta de Madrid encierra sólo una pequeña parte de las obligaciones que han de cumplir los ciudadanos. Se le ha de agregar el formidable arsenal de instrucciones destilado por las 17 comunidades autónomas, cada una con su propio medio de difusión, que el año pasado expelieron en conjunto la nadería de 813.000 páginas.
También es de mencionar el Boletín Oficial del Registro Mercantil, conocido como Borme, de lectura forzosa para conocer la vida y el desarrollo de las empresas de toda laya y condición. En 2014, el Borme ha apilado nada menos que 73.000 páginas.
Por si todo esto fuera poco, los parroquianos han de estar atentos, asímismo, al torrente emanado desde Bruselas, que afecta a todos los países de la Unión Europea. Se plasma en el Boletín Oficial de la UE, cada día más denso e inextricable para el común de los mortales.
La patronal española editó recientemente un trabajo sobre estos pormenores, titulado Legislar menos, legislar mejor. El estudio fustiga a modo las ansias fiscalizadoras de los sucesivos gobiernos de España y de las autonomías.
Asevera que desde 1970 se han dictado más de 40.000 providencias de alcance estatal. Sostiene que este entramado jurídico, «de muy alta densidad y complejidad», provoca una catarata de distorsiones de mercado y acarrea elevadas cargas para la feligresía. Y que a todo ello debe añadirse la inmensa carga legal de la UE, compuesta en este momento por más de 100.000 preceptos en vigor.
El bodrio de la ley concursal
Este alud intervencionista ha erigido barreras infranqueables que perturban la iniciativa privada. Además, con harta frecuencia se decreta a tontas y a locas, con una doble consecuencia maligna: de entrada, una flagrante inseguridad; y de salida, la necesidad de enmendar los yerros sufridos mediante la promulgación de más y más órdenes.
Un buen ejemplo de esto último lo brinda la ley concursal, reguladora de las denominadas suspensiones de pagos y quiebras. Su texto adolecía de tales lagunas que, desde su aprobación a finales de 2004, ya lleva a cuestas tres o cuatro reformas.
La inflación de edictos que padecemos es tan perniciosa para la sociedad como la inflación monetaria. El Gobierno central debería embridar sus ansias de acotarlo todo y dictar pocos cánones, claros y simples.
En definitiva, es menester que el inefable cuerpo de legisladores se pacifique de una vez por todas y mejore su eficiencia. También es recomendable que se evite la profusión y dispersión de las ordenanzas autonómicas, porque generan el efecto perverso de fragmentar el mercado interno.
En nuestro viejo código napoleónico se lee que «la ignorancia de las leyes no excusa de su cumplimiento». Es una prescripción que, en las actuales circunstancias, suena a sarcasmo. Lo que no podían imaginar los autores del venerable documento, es que, corriendo el tiempo, las administraciones metan la nariz hasta en la sopa de los ciudadanos, reglamenten los reductos más insondables de la vida privada y flagelen la libertad de todo bicho viviente, sometiéndolo a imposiciones draconianas.