La mala educación en España
España es un país maleducado y a nadie parece importarle. Cuando hablan de rescates, los políticos piensan en los balances pero nunca en las formas. Ensuciar las calles, maltratar las playas, conducir temerariamente u omitir la devolución de un saludo son prácticas habituales, como también lo son despreciar la lectura, ignorar la oratoria, elevar la voz y renegar del pensamiento crítico, el debate constructivo y el respeto al divergente.
Observen y escuchen, por ejemplo, a personajes tan dispares como Laszlo Bock, Jon Lee Anderson o Barack Obama, empresa, periodismo y política en el corazón del Imperio. Comparen después con el producto autóctono. El titular es terrorífico.
Churchill lo explicaba bien: «Para armar un discurso de una hora necesito un día. Para armar uno de diez minutos necesito una semana». El esfuerzo es inversamente proporcional al tiempo de exposición porque un formato corto exige síntesis, lemas pegadizos e ideas claras. Microseducción.
El poder español invierte muchas más horas en descalificar que en proponer. La propuesta se asoma en consecuencia al abismo del bloqueo en tanto todo producto nacido del enemigo es defectuoso y mendaz. Ésa es la nube tóxica que sobrevuela nuestras almas de a pie. Al llover, nuestra piel se envenena con la mímesis: ¿Defraudar, insultar, robar, señalar, marginar? No es nada personal. Son los negocios de la idiosincrasia.
Pero culpar a los mayores sería negar el humanismo inducido o autoforjado. La responsabilidad empieza en casa, el gran modelo son los padres, y en cualquier caso siempre nos quedarán las pulsiones. Piensen en Stefan Zweig.
El problema, claro, es que a veces fallan los padres, a veces el sujeto objeto de la hipótesis carece de la electricidad propia de los inquietos, y entonces la mirada se desvía nuevamente al techo, consagrando el círculo vicioso de las culpabilidades.
Según no pocos exégetas, la LOGSE (1990) fue el principio de todos los males y el arranque de una ristra de decisiones de Estado adoptadas sin consenso. Como si la ideología estuviese por encima del bien común. PSOE y PP han pecado en el gran coso nacional, igual que las autonomías más identitarias lo han hecho en sus microcosmos, descuidando las esencias de la ciudadanía por el empuje estratégico del adoctrinamiento. España, la fábrica de los prejuicios.
En Stoner, una de las mejores novelas de la historia, John Williams construye la calvinista progresión de un hijo de agricultores que acabará destacando en una modesta universidad. El protagonista, William Stoner, parte del esfuerzo y aterriza en la vocación, creciendo desde sí mismo, multiplicándose, coronando un cénit desconectado de contextos políticos o excusas de cuna.
Es la esencia del sueño americano y es nuestra única salida frente a la mediocridad sembrada desde la administración y aceptada por amplios sectores de la población.
Esa mediocrecracia actúa con el frenesí de las hidras, mordisqueando salones y dormitorios, plazas y bulevares, trenes y autopistas. Es el cordón sanitario que el poder ha diseñado contra el riesgo de una sociedad intelectualmente nutrida y rigurosa, libre de maniqueísmos, capaz de entender qué le conviene en cada momento y cómo aproximarse al objetivo.
«El señor Shakespeare le habla a través de 300 años, señor Stoner. ¿Le escucha?». Esta invitación del profesor al alumno desliza la segunda pista. Las constelaciones del pasado están ahí, dispuestas a inspirarnos, generosas en su inmensidad. Son testimonios de genialidad pero también de resiliencia.
Cada individuo es en potencia dueño de su presente y arquitecto de su futuro. Si ese equipaje no incluye la cultura, si aparca el civismo, si olvida la autonomía personal, España amanecerá un día bañada en napalm y todos los coroneles Kilgore sonreirán desde los balcones.
*Fede Durán, periodista y escritor