La mugre de Malpaís
La metafísica identitaria siempre ha sido una fuerza motriz de la política catalana. Las líneas rojas, tradicionalmente, las imponía CiU, Atatürk autonómico al menos hasta la materialización de Pasqual Maragall y su Tripartito I. El nacionalismo precisa de una alfombra suficientemente extensa sobre la que desplegar su relato, basado en la mecánica reivindicación-conquista-tregua.
Si el terciopelo rojo se deshilacha a mitad de camino, si alguien levanta la alfombra, la secuencia salta a la escena final: independencia, palabra central de un fresco donde también revolotean, en primerísimo plano y con trazos sixtinos, conceptos como libertad y democracia (qué hermosa casualidad).
En su desempeño bélico, el hombre reclama un enemigo, y el enemigo en España es Artur Mas. Es lo que piensa la prensa madrileña y es lo que opina el propio Mas, aunque está por saber lo que cree Convergència. Ése es el nudo crucial, y mundano, del proceso. Porque si el president es una pieza fuerte pero no vital, recurramos al ajedrez y digamos reina, el pulso al Estado continuará con la torre Junqueras y el alfil Baños. Puede, sin embargo, que CDC sólo necesite una excusa para rectificar: el bloqueo de la CUP sería entonces esa bendición secretamente anhelada. Pero la CUP no es tonta y también hace esa lectura. Por eso Mas será finalmente investido.
Así que tenemos Govern y digamos que Mariano gana después las generales. El bloque metafísico (CDC, ERC, CUP) contra un Ejecutivo constitucionalista (PP) sometido al corsé de unas Cortes atomizadas, aunque respaldado (sobre el papel) por PSOE y Ciudadanos en la defensa del cuerpo territorial. Sorteemos la burocracia y naveguemos hacia la fisura crítica, esas instrucciones judiciales (Tribunal Constitucional, Audiencia Nacional) que los Mossos cumplirán o no. Será ahí cuando la metafísica se encuentre con la realidad y decida qué quiere ser de mayor: carne de prisión o carne de reflexión.
Recuerden la sentencia de las matemáticas electorales tras el 27-S. Recuerden la honesta y olvidada frase de Baños («hemos perdido el referéndum»). Recuerden el estupor de la mitad ignorada, no menos legítima que la (casi) mitad sacralizada.
Si se impone la vía Batet, la Generalitat quedará temporalmente debilitada y vigilada, las graves responsabilidades de los promotores secesionistas apenas serán una anécdota ante la brutal presión que soportará el Gobierno central y España seguirá sin parecerse a la desacomplejada y expeditiva Francia. El cainismo quemará nuevamente miles de hectáreas de gestión e inventiva política, eternizándonos en la mugre de Malpaís. En definitiva, un juego de suma cero. Gatopardo non stop.
Decía Clausewitz que ante el dilema luces-sombras el ser humano siempre tiende al pesimismo. Sin abandonar su esperpéntico estilo, España tenderá a la negociación, que es una modalidad pesimista reducida por cuanto admite la necesidad de arbitrar concesiones. Tarde o temprano, unos y otros, la parte (de la parte) y el todo compartirán mesa y mantel, pero conviene que lo hagan en un contexto más amplio y ambicioso: la reforma ha de ser global, contener ingentes dosis de ética y nutrirse del intelecto apolítico más granado.
Es una fabulosa oportunidad para acabar con la viga de los pecados nacionales: envidia, pillería y flojera, que recitaría Pérez Galdós. Vaya contraste con el frontispicio galo.