Latrocinio generalizado

La oleada de escándalos de corrupción que nos inunda parece cobrar las dimensiones de un tsunami. En los últimos días, las noticias se han sucedido a paso de carga, para pasmo de la estupefacta feligresía. Ahí van tres de ellas, espigadas entre las decenas que pueblan a diario los medios de comunicación.

Registro del domicilio y las sedes empresariales de Oleguer Pujol Ferrusola. Imputación de Joaquim Nadal, ex consejero de Política Territorial, por estafa perpetrada en la permuta de unos terrenos. Y por último, desencadenamiento de la operación Púnica, para desarticular una banda madrileña compuesta por altos cargos y alcaldes del PP más alguno del Psoe, dedicada a cobrar “mordidas” al por mayor.

El modus operandi de esa cuadrilla responde a los cánones mafiosos habituales, es decir, uso de influencias espurias para amañar la concesión de contratas públicas, previa exigencia a los adjudicatarios de suculentos “peajes” en forma de comisiones. Los tentáculos de esa trama “púnica” alcanzan a media docena de ayuntamientos y a alguna que otra diputación.

Entre las novedades que encierra este caso destaca que una de las máximas beneficiarias de tales apaños, por un valor próximo a los 200 millones de euros, es la empresa Cofely España, cuyos directivos fueron detenidos.

Cofely, de perfil inmaculado hasta la fecha, gira en la órbita de una poderosa multinacional. Me refiero a Grupo Suez, participada por capital estatal francés. Suez es socia histórica, junto con La Caixa, de Aguas de Barcelona (Agbar), la compañía abastecedora de la Ciudad Condal y localidades circundantes.

Precisamente estos días se perfecciona una batería de acuerdos por los que Suez se hace con prácticamente todas las acciones de Agbar. A cambio, el grupo La Caixa toma una participación en Suez, con derecho a nombrar representante en el consejo del coloso francés, honor que ha recaído en Isidro Fainé.

A la vez, se pone en marcha una sociedad de nuevo cuño para gestionar tanto el suministro hídrico de todo el hinterland barcelonés, como la depuración de las aguas residuales. Agbar controlará el 70%, mientras que grupo La Caixa y el Área Metropolitana de Barcelona se repartirán el restante 30%. Los trapicheos ilegales de Cofely, si se prueban ciertos, constituyen un borrón para el prestigio de Suez, en un momento particularmente inoportuno.

Las prácticas irregulares destapadas en la Villa y Corte no son un caso aislado, sino todo lo contrario. Contribuyen a reforzar la impresión, cada vez más arraigada entre el pueblo soberano, de que el pago de mordidas en las licitaciones más dispares, sean municipales, autonómicas o centrales, es moneda corriente a lo largo y ancho de la piel de toro.

Además, no constituyen exclusiva de una formación política u otra, sino una especie de maná del que echa mano la mayoría de los partidos desde el momento mismo en que pasan a usufructuar el poder en la Administración pública.

Justicia politizada

También empieza a ser creencia común que si no se descubren más desfalcos, es debido a la crónica falta de medios de la policía y la judicatura. El propio presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), Carlos Lesmes, pedía hace pocos días una profunda reforma de las leyes, porque están pensadas para “robagallinas, no para el gran defraudador”. A continuación soltaba una sentencia lapidaria: “Si la Justicia no funciona, no hay regeneración democrática”.

¿Pero acaso piensa alguien que la Justicia funciona? ¿Disponen los jueces de medios suficientes para combatir la delincuencia? PP y Psoe han demostrado hasta la saciedad que no están por la labor. El programa electoral de Mariano Rajoy preconizaba entre sus puntos cardinales una reforma profunda del supremo órgano de mando de los jueces.

Abogaba por que los propios jueces volvieran a gobernarlo hegemónicamente, a expensas de los paniaguados de la política. El ministro Alberto Ruiz Gallardón perpetró finalmente los cambios, pero justo en la dirección opuesta: para politizar el CGPJ hasta el tuétano.

El actual alud de escándalos recuerda punto por punto la traca final que coronó los patéticos estertores del felipismo. Envolvía nada menos que a gerifaltes del Banco de España, la Guardia Civil, la aerolínea Iberia y los ferrocarriles, el Boletín Oficial del Estado y la Cruz Roja, entre otros muchos.

En aquella ocasión, los electores optaron por sacarse de encima a Felipe González y sustituirlo por José María Aznar. Hoy, el pueblo soberano sufre tal hartazgo de desafueros perpetrados por las dos principales formaciones políticas, que éstas corren serio peligro de desintegración y de verse arrumbadas por nuevas fuerzas emergentes.

Las élites dirigentes del país semejan ciegas. Con su pan se lo coman y allá se las compongan. Más dura será la caída.