De la mano de Macron tras la huella de ‘Black Jack’ Pershing

Macron recibe a Trump con halagos en su visita a París, pero la estrategia es recordar a EEUU y Rusia que Europa es el tercer jugador al que no pueden ignorar

La guillotina segó la cabeza de Luis XVI en 1793 a los gritos republicanos de liberté, égalité… Pero Francia, en lo más profundo de su subconsciente, se siente aún monárquica, con sus entorchados y la proyección de poder que representa un rey. Lo sabían Napoleón y Charles de Gaulle, que reinaron a su manera. Y lo sabe también Emmanuel Macron, que ha resucitado la grandeur de la monarquía republicana como instrumento de política exterior.

Están por descubrirse los límites de la audacia de Macron. Tras ganar la presidencia y el control de la Asamblea Nacional, quiere llenar el vacío de liderazgo demo-liberal en Europa y más allá con su estilo de optimismo globalista. Una Unión Europea fuerte, unida y rearmada; el conflicto de Oriente Medio y el ISIS; el calentamiento global, el libre comercio y el desarrollo; nada escapa a su atención.

Macron quiere llenar el vacío de liderazgo demo-liberal en Europa y más allá con su estilo de optimismo globalista

El último paso –delicado en una Francia aún dividida por actitud en la Segunda Guerra Mundial— ha sido invitar este domingo al primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, a conmemorar la infame deportación de judíos del Velodrome d’ Hiver parisino en 1942. Pero la jugada mayor de esa estrategia fue agasajar la semana pasada a Donald Trump, intuyendo que la adulación es la manera más efectiva de hacer que regrese al redil occidental.

Pese al Russiagate y la polarización americana, el mundo comienza a aceptar que lo probable es que Trump concluya su mandato. Como la política es conseguir unas cosas e impedir que ocurran otras, Francia y Europa necesitan conservar la mejor relación posible con Estados Unidos. De ello dependen vínculos difíciles de recomponer si se cortan; mantener equilibrios que, aunque imperfectos, han dado estabilidad y progreso; y, sobre todo, prevenir un calentón nuclear con Corea del Norte o –¿quien sabe mañana? — con Irán.

Merkel, Abe, Xi Jingpin y Justin Trudeau –la estrella de rock del G-20—han ensayado diversas variantes de deferencia y razón con el presidente americano. El líder francés ha comprendido que Trump no es un político; ni siquiera un adulto. Es un niño maleducado y mimado al que jamás han dicho ‘no’. Y ha decidido tratarle no como a un político sino como al crío que es, dándole atención y caprichos para lograr lo importante: que se porte bien.

Trump carece de sentido de Estado para comprender que el ceremonial que rodea a la presidencia de su propio país tiene como objeto realzar a la institución y no a la persona que la ocupa. Desde su toma de posesión el 20 de enero arrastraba la frustración de que no le hubieran hecho un desfile con tanques y aviones, porque la gracia de la Constitución americana es la supeditación de los ejércitos al poder civil. “Soy una persona muy militar”, explicó quien en su día eludió con una pobre excusa ir de verde olivo a la guerra de Vietnam.

Macron ha comprendido que Trump es un niño maleducado y mimado al que jamás han dicho ‘no’

Emmanuel Macron sí conoce la historia. Comprende, además, la naturaleza humana y sabe que en política es tan importante ser rápido como tener razón. Visitó, deferente, a Angela Merkel al día siguiente de su victoria presidencial; trató con consideración a Theresa May después del fiasco electoral de la primera ministra, dando a los británicos la imagen opuesta al su cliché sobre el francés. Y lo acaba de hacer otra vez al recibir como huésped de honor a la fiesta nacional del 14 de julio a Trump. Allí le dio lo que lo que quería: tanques, aviones y… adulación.

En 1917, Francia, Gran Bretaña, Alemania y una docena de otros países estaban estancados y extenuados después de tres años de guerra mundial –la primera guerra industrial de la historia— y millones de muertos. Woodrow Wilson, un presidente valorado hoy con más oscuros que claros, aprovechó una desastrosa jugada diplomática alemana (el Telegrama Zimmermann) para meter a Estados Unidos en la guerra. En año y medio, los dos millones de soldados al mando del general John Pershing y el poderío de la potencia emergente dieron la victoria a Francia y Alemania.

El centenario de la participación norteamericana en la Gran Guerra fue el pretexto para el “nuevo comienzo”. La iniciativa tenía riesgos: ser rechazada por Washington y la impopularidad de Trump en Francia, a la que había calificado de “Estado fracasado” durante la campaña de 2016 afirmando que “París ya no es París”. Pero si antes elogiaba a Marine Le Pen por su rechazo al Islam, acabó atendiendo al susurro de Macron: ‘Ven a París, Donald, y sigue en los pasos de mítico Black Jack Pershing, que después de perseguir en México a Pancho Villa, vino a Europa a derrotar al káiser alemán’. Irresistible para el niño Trump.

Francia quiere mantener a Washington en la órbita atlántica en cooperación militar y antiterrorista

La realpolitik con EE.UU. responde a que “es mucho más lo que nos une que lo que nos separa”. Francia quiere mantener a Washington en la órbita atlántica en cooperación militar y antiterrorista, lograr que rebaje su deriva proteccionista y que mitigue su rechazo al Acuerdo de París sobre el clima.

Trump se fue de París alabando a su anfitrión –“será un presidente duro en el que se puede confiar”—y a su esposa Brigittte, con quien, como de costumbre, pisó la raya: “está en una forma fantástica”, dijo, callando lo que parecía venir a continuación: “…para su edad”. Macron cree que la visita valió la pena. El domingo declaraba al Journal du Dimanche su confianza en un anuncio sobre cambio climático en relación con el terrorismo. Algo que el propio Trump insinuó antes de partir: “algunas cosas pueden cambiar”.

En América, la base de Trump (la América blanca y cabreada para la que Francia representa la Europa vieja y perdedora) y los republicanos más ultramontanos se preguntaban qué carajo hacía su presidente comiendo filet de boeuf en la cima del Torre Eiffel. Mientras tanto, la América urbana (la que compra baguettes y distingue un cabernet franc de un merlot) simplemente sentía envidia: “¿No podríamos intercambiar presidentes?” se preguntaba, irónica, la columnista del New York Times, Gail Collins.

Hay voces que alertan de la concentración de poder que atesora Macron

La osadía de Macron, al menos de momento, responde a un plan político más que a un afán personal. Pero no faltan quienes –tanto dentro como fuera de su país— alertan sobre la concentración de poder que atesora, su querencia por la majestuosidad y sus prisas en transformar Francia por dentro y ponerla al frente del renacimiento de Europa.

El presidente francés sabe que, sin el apoyo de Alemania –la verdadera sala de mando de Europa— su liderazgo político no pasará de la puesta en escena en Versalles, del video en inglés subido a redes sociales y del beau geste cuando lo exija la ocasión. De ahí su cuidado en reafirmar el eje franco-alemán y su deferencia hacia Angela Merkel.

Si la kanzlerin alemana logra un resultado abultado en septiembre para un cuarto mandato y se mantiene la sintonía entre Merkel y Macron, ese eje que un día trazaron Charles de Gaulle y Konrad Adenauer puede recuperar el espíritu original del Tratado del Elíseo de 1963: que París y Berlín marquen el paso al resto de Europa en para acelerar su integración política, el mercado único, la proyección económica y comercial al resto del mundo y la gran asignatura pendiente: una mayor asunción de responsabilidad –y gasto—en lo militar.

No es casualidad que Francia hable ya del primer proyecto tecnológico e industrial que no sería un consorcio sino un nuevo ente realmente integrado, eficiente y paneuropeo, destinado a desarrollar el futuro avión de combate que sustituya al Eurofighter.

Si depende de Macron, el mensaje para Trump, y también para Putin es que Europa va a seguir siendo el tercer jugador al que no se puede ignorar.