Perros…por no hablar de Trump

Trump; Theresa May y su Brexit a lo bestia; Putin, candidato a macho alfa del nuevo orden mundial… Busco un tema amable para evadir, al menos esta semana, tanta actualidad descorazonadora. Y en eso estoy, absorto frente al ordenador, cuando reparo en que el «tema» está a mis pies, donde habitualmente se tiende cuando escribo, mirándome con esos ojos negros que –casi—hablan: «¿qué piensas?», parece que me pregunta. Es mi perra Leia.

Soy ‘perrista’. En México tienen un movimiento con ese nombre; y en Perú un partido, el PPP. Es una palabra fea, de acuerdo; pero no tan cursi como lo de ‘amante de los perros’. Los anglosajones llaman ‘dog-person’ a quienes queremos a los perros racionalmente, sin fanatismo ni confusión entre las emociones debidas al animal y las reservadas al humano. No soy, por tanto, neutral; pero procuro ser objetivo, aunque no siempre con éxito.

Pero es que los perros, especialmente los urbanos, tienen un rol social poco reconocido: el de promotores de convivencia, civilidad y cortesía. Siempre que sus dueños posean parecidas cualidades, claro. Cuando son así, podrían llevar una placa con la inscripción «agente cívico». Pero en lugar de fomentar esa cualidad, muchas personas –particularmente alcaldes y otros munícipes— se empeñan en limitarla más de lo necesario y razonable.

Los medios suelen quedarse en las cifras cuando tratan de los animales de compañía. En España hay unos 5.400.000 perros censados (dejaré que algún colega ‘gatista’ glose a nuestros amigos felinos). En Madrid capital hay 300.000 y en Barcelona, 110.000. Uno de cada cuatro hogares españoles (4,2 millones de familias) tienen un perro.

El sector mueve más de 2.600 millones de euros anuales entre alimentación, 6.000 centros veterinarios y 4.000 tiendas de barrio, de cadenas como Kiwoko y Don Canino o virtuales como Mundo-Animal.com. Genera unos 15.000 empleos y una notable actividad colateral: residencias, peluquerías, centros de entrenamiento. Hasta el primer ‘aqua-park’ canino de Europa en la Roca del Vallés (Barcelona), al que acuden gentes –¡qué no haremos por nuestros perros!— desde tan lejos como Zaragoza o Francia.

Pero esa es solo la economía del perro. Los ‘perristas’ sabemos que la sociología del perro es mucho más importante. Es la infravalorada aportación que mi beagle y sus congéneres hacen diariamente –sin distinción de raza, tamaño o color— a la sociedad de la que forman parte.

Porque los perros son miembros de pleno derecho de la sociedad. Lo llevan siendo al menos 14.000 años, aunque fósiles hallados recientemente indican que esa asociación es dos veces más antigua. La relación siempre ha sido simbiótica. Las 800 razas de ‘canis lupus familiaris’ descendientes del lobo asiático primitivo, ponen sus dotes para la caza, la vigilancia o la compañía. A cambio, solo esperan comida, cobijo y afecto.

Todas las culturas han convivido con los perros. Hoy en día, siguen trabajando de pastores y guardianes, pero también son guías para ciegos, policías, aduaneros, rescatadores o terapeutas para niños autistas. Su capacidad de aprender, sus finísimos sentidos y su lealtad les hace únicos para esas tareas que la televisión convierte bonitas historias de interés humano cuando hay pocas noticias y luego se viralizan en YouTube y Facebook.

Pero los medios se fijan menos en lo que hacen todos los perros, no solo los entrenados para labores especializadas, simplemente porque es su naturaleza. Entre otras cosas, facilitar la convivencia, la comunicación y las buenas costumbres. En suma, dar buen rollo.

Imaginemos, siendo conservadores, que solo la mitad de los 110.000 perros barceloneses sale a pasear dos veces al día con sus dueños (aunque lo normal son tres salidas). En cada paseo, se paran hasta seis veces para olisquearse con otros perros, pero contaremos solo tres. El resultado es que 330.000 personas cada día se detienen junto a desconocidos para que sus perros se saluden; eso provoca que ellos también intercambien unas palabras, por muy triviales que sean: «qué mona su perrita»… Al año, son 120 millones de conversaciones entre extraños que de otro modo no hubieran ocurrido.

Y luego está el parque o el ‘pipicán’ donde la gente les suelta para que corran, jueguen y se persigan a cuenta de un palo o una pelota, en una coreografía que se asemeja a la del patio de los niños pequeños de un colegio. Mientras tanto, los dueños conversan y acaban relacionándose a fuerza de verse casi a diario. Viven, aunque solo sea un rato, en comunidad.

Los perros son unos desclasados. Desde el chucho callejero hasta el aristócrata de impecable pedigrí, todos corretean y se huelen el trasero con igual delectación, sin que importe la posición ni el saldo bancario de sus dueños. Como en la canción de Serrat, «el noble y el villano, el prohombre y el gusano, bailan y se dan la mano, sin importarles la facha».

Debe ser un igualitarismo contagioso porque cada vez más personas adoptan alguno de los miles de perros abandonados cada año en lugar de comprar uno «de raza». Hay pocas satisfacciones para un ‘perrista’ como la de sanar a un animal de los temores causados por la crueldad de su vida anterior a ser acogido en un refugio.

Los perros no entienden de clases, pero sí son sensibles a la edad. Por eso rinden su servicio más noble en los primeros y los últimos años de la vida. Cuando son cachorros capaces de derribar cualquier barrera emocional; cuando dejan pacientemente que un niño se les suba encima y les haga mil… perrerías; o cuando no se despegan de sus dueños más ancianos.

Sospecho que la población canina crece año tras año porque la humana envejece en paralelo. Cada vez más personas mayores conviven con un perro que les ‘obliga’ –en el mejor sentido del término—a salir de casa, a charlar con otras personas, a ocuparse de algo… Les acompaña día y noche y les responde con la mirada y un leve giro de cabeza cuando les hablan.

Son un paliativo para la soledad. Dan lealtad, afecto como si intuyeran –que lo hacen— la necesitad de sus dueños. Son a menudo el único ser vivo con quien hablar en todo el día; a quien dar y de quien recibir cariño. Y así ahorran al erario público un dinero en asistencia social y en fármacos que algún día habría que calcular. «Este perro me ha salvado la vida», me decía no hace mucho una señora mayor mientras acariciaba el lomo de un labrador negro que no se separaba de su lado. No hablaba en sentido figurado.

Los perros son también compañeros y mentores para la infancia. Enseñan empatía; desarrollan la responsabilidad, la generosidad y el respeto por los otros. Y dejan imágenes imborrables, como la de nuestro recordado cocker Murphy, decidiendo cada noche sobre la cama de cuál de mis dos hijos iba a dormir. Una niñez con perros produce mejores adultos.

El prerrequisito para que un perro sea un buen ciudadano es que su amo lo sea también. Un buen perro es el que no tiene miedos ni inseguridad; el socializado para moverse confiadamente entre personas y otros animales; el que atiende a las voces básicas –quieto, ven— sin necesidad de gritos o aspavientos. Cuidar a un perro no es sólo recoger sus cacas y sacarle a pasear. Es darle la estructura y equilibrio que necesita para ser es pacífico y feliz. Cuanto más feliz es el perro, más felicidad da a las personas los que le rodean.

Vivimos en tiempos en que los nacional-populismos insisten en agitar las diferencias de raza, origen o ideas. El socio más antiguo y más fiel de la humanidad, en cambio, es absolutamente inmune a esas distinciones.

Leia se ha despertado. Me mira y sé que me está diciendo «paseo». Pensándolo bien, hablar esta semana de perros no ha sido una digresión; más bien es un buen pretexto para ignorar a las personas más indignas para escribir en su lugar sobre los animales más nobles.