¡Qué bien se está en casa!

Hace unos años, de los 80 a los 90, las certezas dominaban la escena política, económica y cultural en el mundo. Era cierto. La guerra fría había acabado, se avistaba un nuevo mundo gracias a la globalización y el ultra liberalismo, y el enfoque económico total se imponía en la mentalidad de nuestros gobernantes.

Era tiempo de democratización de la bolsa, de construir y construir con el entusiasmo del Faraón. El mal absoluto de principios del siglo XX parecía que iba a culminar el siglo con la felicidad absoluta. Nada parecía destinado a cambiar nuestra buena suerte. ¡Qué bien se está en casa! Decíamos al unísono cuando veíamos los tumultos en Oriente Medio, Asia o Hispanoamérica.

Sin embargo, la euforia de los noventa ha dejado paso, casi sin notarlo, como si el tiempo fuera un caracol ocioso, a una crisis que parece dominar tanto el plano económico como el espiritual.

Las economías tiemblan sólo al despertar cada mañana. El Estado del bienestar parece sólo apostar por el Estado. El paro aumenta aunque baje. Los jóvenes, con más títulos académicos que años, no encuentran trabajo y la corrupción nos revela que nos hemos comido todas las manzanas del paraíso, incluida la serpiente.

Nos hemos instalado en un rumbo vital donde ya nadie es responsable de nada. ¿Tomará usted café? – No, gracias, me ahogo aquí dentro, tengo que ir a respirar un poco. ¿Pero dónde? nos preguntamos mientras las medias revoluciones triunfan y fracasan al mismo tiempo en Egipto, Túnez, Argelia, en la periferia de París

Vamos a la deriva, eso parece indicarnos nuestra discreta inteligencia. Nos consolamos pensando que, de la misma forma que el éxito llegó, el fracaso desaparecerá. Tan sólo debemos dejarnos arrastrar por las corrientes y esperar que todo cambie. La resignación parece triunfar donde antes triunfaba la voluntad por cambiarlo todo.

En este contexto de cansancio y apocalíptico no debe extrañarnos que España llegue a esta era, marcada por Saturno y su melancolía, abrazando la buena noticia de que somos el país de la Unión Europea con la esperanza de vida más alta, 82,5 años mientras cae nuestra tasa de natalidad a niveles históricos.

Nuestro mundo de certezas está llegando a un dulce colapso, que nos va a permitir seguir la máxima del filósofo Schopenhauer «lo que hay que hacer es dejarse ir a la deriva». Y sin embargo yo soy de los que cree que todo depende de nosotros.

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