Schulz y el rescate de Europa

Antes de Trump estuvo Silvio Berlusconi: rico, crápula, hortera e igual de faltón. En 2003, cuando presentaba al Parlamento Europeo su programa para la presidencia italiana del Consejo, un eurodiputado alemán le interpeló con tan teutónica insistencia que acabó comparándole con «el capo de un campo de concentración nazi». Ese día, el líder de Forza Italia no solo se superó en zafiedad: lanzó a la fama a Martin Schulz.

Il Cavaliere es hoy una momia política, estado al que le acerca también su aspecto físico. Schulz, en cambio, luce orondo y vital: es la estrella de la política germana. Un mes después de dejar la presidencia de la Eurocámara (donde, irónicamente, le ha sucedido otro forzista más presentable, Antonio Tajani) las encuestas le señalan como el único rival capaz de ganar a Angela Merkel en las elecciones generales del próximo 24 de septiembre.

Pocos en Alemania –y en el conjunto de Europa— hubieran soñado hace unos meses que un socialdemócrata europeísta pudiera erigirse en alternativa a 11 años de gobiernos democristianos y, además, frenar el avance de la extrema derecha xenófoba. Y, menos aún, que en el polo francés del eje franco-alemán, un centrista pro europeo, sin partido ni programa concreto encabece las encuestas para plantar cara al Frente Nacional.

Martin Schulz –el fenómeno— y Emmanuel Macron –la sorpresa— hacen posible que 2017 no suponga un irremisible avance de los populismos que amenazan al euro y a la propia Unión Europea. De pronto, como ocurrió en Estados Unidos el año pasado, el futuro se parece más a una partida cara o cruz entre el cierre de fronteras y la vuelta al nosotros, y el rescate, en clave pragmática, de la idea común que ha funcionado durante 70 años.

La cruz del proyecto europeo se puso dramáticamente de manifiesto con el «brexit». Estimulados por la victoria de Trump y los mensajes posteriores de Washington, las variantes del populismo eurocida de Geert Wilders, Marine Le Pen y Frauke Petry confían en conquistar el poder –o acercarse a él— en las elecciones holandesas, francesas y alemanas a lo largo del año. Incluso Italia, siempre barroca e imprevisible, podría añadirse al calendario.

La cara opuesta sería un binomio Schulz-Macron, todavía muy tentativo –más un deseo que un posibilidad— que devolvería la moral a una Unión dividida, descreída, necesitada de un liderazgo sólido y de buenas noticias. Y, sobre todo, ganaría tiempo para un reset imprescindible de las instituciones.

La irrupción de Schulz en la política nacional ha sido espectacular, particularmente porque se produce después de 22 años alejado de la política doméstica, en el Parlamento Europeo. La revista Stern daba al SPD la semana pasada un 31% de apoyos frente a 34% de la CDU-CSU de Merkel. Otra encuesta del grupo Bild ponía por primera vez en siete años a los socialdemócratas por delante de la alianza gobernante, que en 2013 obtuvo u 41% de los votos. En intención de voto directa, Schulz y Merkel están igualados al 37%.

¿Efecto perecedero o tendencia sostenible? Los expertos apuntan que Schulz se beneficia de ser una cara nueva y, al tiempo, un político conocido. Solo eso explica, según Hermann Brinkert, responsable del sondeo de Bild, su «fenomenal» incremento de diez puntos en tan solo dos semanas. Pero, el consenso general es que el efecto novedad se moderará a medida que el SPD tenga que confrontar sus propuestas de cambio frente a la seguridad que representa Merkel o la alternativa xenófoba de Alternativa para Alemania (AfD). 

Hasta ahora, parecía que refugiados e inmigrantes dominarían el debate electoral y determinarían a vencedores y vencidos. AfD, con Frauke Petry al frente, es esencialmente un one issue party (partido de una sola propuesta): modificar la política alemana sobre refugiados e inmigración. Sólo con ese argumento (el resto de sus propuestas son vagas recetas sin más sustento que el nacionalismo) ha logrado escorar a la CDU-CSU a la derecha y descolocar al resto de los partidos alemanes.

Falta tiempo para que el SPD comience a reflejar el impulso de su nuevo líder. Y para que explique a los votantes cómo va a ser diferente después de dos periodos de Grosse Koalition con Merkel. Pero si alguien puede hacerlo es Schulz, un herrscher del partido, pero sin el desgaste del co-gobierno; una figura poliédrica que unas veces aparece como el estadista europeo que los medios llevan años mostrando, y otras como el alcalde de la pequeña Würselen, cuya imagen cercana recupera ahora su equipo de las hemerotecas.

Los socialdemócratas aún tienen que lanzar su programa. Y Schulz tendrá que traducir su discurso europeo, claramente de centro-izquierda –favorable, por ejemplo, a mayores controles sobre las entidades financieras— a los temas que realmente preocupan en su país. ¿La inmigración, como insiste AfD, o la protección de la clase media y las políticas sociales? ¿Más inhibición respecto de Europa o una reafirmación del liderazgo alemán de la UE?

La respuesta a preguntas cono esas determinará si continúa creciendo en las encuestas o si se desinfla de aquí a septiembre. Delante tiene a una formidable rival; alguien difícil de batir por mucho que se hable de ´Merkeldaemerung, el wagneriano ocaso de la canciller. Y, por supuesto, nadie tiene hoy la misma fe de antaño en las encuestas.

Si la carrera de Schulz es fruto de la perseverancia luterana de un político que ni siquiera terminó la enseñanza media, la de Emmanuel Macron refleja la movilidad ascendente de la burguesía liberal francesa. Hijo de un matrimonio de médicos de provincias, pasó primero por los Jesuitas y luego por École Nationale d’ Administration, la elitista y exclusiva ENA, donde Francia forma a sus dirigentes. Macron, precoz y audaz a partes iguales, tuvo tiempo de hacerse un nombre –y un capital—en la banca de inversión antes de convertirse en la excepción neoliberal del gobierno de François Hollande hasta siete meses.

«Ni de izquierdas ni de derechas», su movimiento En Marche se lanzó a la arena presidencial con una plataforma de fusión que combina un menú social progresista con una cocina económica diseñada para no asustar a sus ex clientes de la Banca Rothschild. Lo realmente único en Macron es la serendipia, esa manera afectada de llamar hoy a estar en el lugar adecuado para aprovecha las oportunidades. En su caso, el infortunio de sus rivales.

Por su derecha, François Fillon, candidato de los republicanos, difícilmente podrá superar el hundimiento causado por las revelaciones en torno a los trabajos espurios de su esposa. Y por la izquierda, la boutade del Partido Socialista al elegir como su candidato a Benoît Hamon –poco carismático y muy izquierdista— le priva de la posibilidad de acceder al voto moderado en el caso, improbable, de que llegara a la segunda vuelta.

«Las primarias las carga el diablo», se decía en el PSOE tras la elección de Josep Borell como candidato en 1998, solo para ser forzado a renunciar unos meses después. Algo similar deben pensar les republicains y el PSF mientras ven como Macron se dispara en las encuestas como única alternativa viable a Marine Le Pen en el duelo final de mayo.

Martin Shultz lleva toda la vida excediendo expectativas… y sorprendiendo a quienes cometen el error de subestimarle. Detrás de su bonhomía y aspecto de tendero (fue librero durante años) se esconde una personalidad compuesta a partes iguales de ambición y tesón. Macron, en cambio, es como un futuro financiero: cotiza más por las expectativas que suscita que por el histórico de su trayectoria. 

Ambos tienen ahora la inesperada oportunidad de invertir las tendencias. Uno, deteniendo en Francia el obsceno avance del partido que más insulta los ideales de su república; y otro sustituyendo en Alemania el liderazgo reticente de Angela Merkel –que se merece pasar a la historia sin un último mandato que incinere su legado— por un canciller menos austero, menos ortodoxo y más dispuesto a convencer a los alemanes de que, como principales accionistas, son quienes más ganan si mantienen su inversión en una Europa funcional.

¿Posibilidad o mero deseo? Pero es más de lo que teníamos el 9 de noviembre.