Granja Elena, el bar excelente

Paseo de la Zona Franca, 228 93-332-02-41

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Cuando un restaurante crece, especialmente cuando lo hace desde un punto de partida modesto, como es una bodega o un bar de barrio, tiene varias opciones. Una de ellas –probablemente, la más común– es buscar la incorporación a la primera línea de la restauración, con sus etapas, con sus galones, con su estrella Michelin al final del camino, si es posible; y con un cambio de ubicación a un lugar más céntrico.

La otra, entre las menos habituales, es promover la evolución de la calidad de su oferta sin las ataduras que implica la primera vía, y así mantener una trayectoria menor desde el punto de vista del glamour, pero no necesariamente desde el punto de vista de la cuenta de explotación; y sin moverse de los orígenes.

La Granja Elena pertenece al segundo colectivo. Nacido hace casi cuarenta años, el local empezó como su propio nombre indica con vocación de servir desayunos y almuerzos de tenedor, de donde salió una combinación curiosa, pero muy resultona. Desde hace tiempo ofrece una cocina muy bien elaborada y con materia prima de primera calidad.

Por sus funcionales mesas, muy de bar, pasa el todo Barcelona, en especial la gente con curiosidad por conocer qué se cuece en los fogones de la ciudad. Recuerdo haber visto en una ocasión a Ricard Fornesa, el hombre que creó Aguas de Barcelona y que pilotó la transición entre Josep Vilarasau e Isidre Fainé en la presidencia de La Caixa.

A diferencia de ellos dos, Fornesa es un hombre de vida, al que gusta la cocina y la enología, aficiones que ha transmitido a sus hijos. Si la presencia de Fornesa me ha quedado en la retina es, entre otras cosas, porque su envergadura tiene difícil encaje con las sillas y las mesas de la Granja Elena. Suele haber personal de corbata –bueno, en estos momentos más de traje que de corbata- y, curiosamente, gente joven. Muchos de ellos forman parte del público habitual de los restaurantes más laureados de la ciudad.

Con una clara tendencia a la robustez –uno de los platos estrella de la casa son los callos-, este bar tiene una carta muy buena, a precios que no son de bar, pero tampoco desorbitados. Si la Granja Elena hubiera decidido cambiar o ampliar el establecimiento y su decoración, el comedor, las mesas, etcétera, hasta poner la sala a la altura de lo que sale de su cocina, los platos costarían un 30% o 40% más de media.

A cambio, eso sí, hay que aguantar la extrema proximidad del vecino de mesa, una cierta incomodidad de las sillas y el ruido ambiente. El coste medio de una comida está en torno a los 50 euros.

La familia Sierra no engaña a nadie porque el aspecto del local, tanto por fuera como en su interior –apenas cuarenta plazas-, es suficientemente indicativo de lo que el comensal puede encontrarse desde el punto de vista del ambiente. Otra cosa son los platos.

Me atrevería a recomendar como aperitivo unas croquetas de carn d’olla, suaves, pero con el fundamento de haber sido confeccionadas a conciencia. Presume de “nuestra” ensaladilla rusa. En el mismo capítulo de entrantes figuran ofertas sin elaborar: cecina y jamón, ambos extraordinarios. Y, como todos los establecimientos sólidos, ofrece unas excelentes anchoas del Cantábrico. El local cuida el surtidor de cerveza, de modo que se puede pedir una caña sin peligro de que te sirvan un purgante a base de lúpulo.

La carta está dividida en entrantes fríos y calientes, pescado y carne. Ninguno de ellos es anodino: todos tienen algún toque, con la base de una buena calidad del producto.

La cocina no puede clasificarse en una tendencia; sólo elige platos más o menos tradicionales y les da su personalidad. Ocurre con el foie a la brasa –una especialidad muy apreciada por la clientela-, con los citados callos, los chipirones o los calamares. También ofrece arroces interesantes, con setas y con trufa blanca, ilustrados en los dos casos con foie gras. Los pescados, como la dorada o el rodaballo, son salvajes. Capítulo aparte merece la amplia relación de quesos internacionales, una buena idea para redondear la comida.

La relación de vinos no es muy extensa, pero está bien seleccionada, con algunas referencias de denominaciones francesas a precios ajustados. El blanco Jaboulet Parallèle, de Côte du Rhone, que bebí en mi última visita está a 18,5 euros, más o menos el doble que en bodega. El café, de Graexpres, bien servido.

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