Via Veneto, el último mohicano

C/ Ganduxer, 10 www.viavenetorestaurant.com 93-200-72-44

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Aunque no me lo han pedido, voy a dar un consejo, gratis, a los restaurantes estrellados por la guía Michelín y en general a los que tienen menús degustación: compren una impresora o, si ya la tienen, úsenla. Ahora mismo, un artilugio de estos, con escaner incorporado y función fotocopiadora, sale por menos de cien euros, el 5% de lo que cuesta un roner para cocinar a baja temperatura.

Con esa máquina podrán dejar de interrumpir la conversación de sus clientes cada vez que les sirvan un nuevo platillo, lo que puede suceder en seis o siete ocasiones a lo largo de una comida si hablamos de menú degustación, siempre, claro, que no esté en su ánimo molestar deliberadamente a quien se va a dejar unos cuantos billetes por comer en su casa.

Como se hace en celebraciones en las que el organizador está atento a los detalles, basta con dejar junto al plato una hoja de tamaño discreto en la que se explique en qué consiste y de qué se compone cada oferta. Incluso cuando el menú degustación se altera –a sugerencia del maitre o del chef por la razón que sea-, no cuesta demasiado pasar la nota a la cajera para que imprima unas hojas. Los grandes restaurantes deberían tomar nota de la fórmula de Monvínic que, junto a la cuenta, entrega una relación de los vinos que ha probado el cliente.

¿Con quién como?

Via Veneto es de los que no utiliza la impresora, y que hace de la amabilidad del servicio una marca de la casa tan sólida e insistente que al final no sabes muy bien con quién has comido, si con el que estaba contigo en la mesa o con el camarero. Es una de las características de los Monge, que mantienen este restaurante en primera línea desde hace 40 años.


 

Es el último superviviente de una época gloriosa en la que esta casa representaba junto a Reno, Finisterre y Quo Vadis lo mejor de la ciudad. La cocina de Via Veneto, bajo la batuta de Carles Tejedor y la dirección de Josep Monge, ha sobrevivido y evolucionado conservando su estrella Michelin.

Combina la excelencia de la materia prima con una elaboración de primera, la incorporación de nuevos platos y gustos –como hace ahora con el Dim Sum asiático- y el clasicismo de la cocina francesa de antes de la nouvelle cuisine. Se vanagloria de sus platos de caza y, sobre todos ellos, la clásica liebre a la royale, un viaje al hígado creado por Joel Robuchon difícil de digerir en estos tiempos en los que la calma necesaria para las contundencias tan antiguas como veneradas es impensable.

El escaparate

Monge ha conseguido, por encima de todo, que su restaurante sea la referencia máxima del mundo empresarial y de la gente bien del país. Es el último mohicano de su generación, como evidencia la decoración y los modos del servicio. Pese a la dura competencia de los nuevos cocineros-empresarios, del aspecto kirsch del local y de la afectación que el propietario ha transferido a los camareros, Via Veneto es donde hay que estar para ser visto y para que te vean: ese es probablemente su principal mérito.

Javier Godó hace ostentación de su poder desde la mesa de que dispone junto al ventanal, donde se sienta con el director de su diario, José Antich, o con amigos cercanos, como Enrique Lacalle. Su posición en el salón recuerda al profesor sentado en un rincón desde el que observa a toda la clase y que sin articular palabra está diciendo: Eh, que os veo! Pero el editor no es el único de los de piñón fijo.

Todos los grandes empresarios pasan por el local; y quienes alcanzan una posición relevante lo visitan rápidamente para dejarse ver, porque es el lugar adecuado para presentar en sociedad la nueva tarjeta profesional.

Las buenas familias de Barcelona también acuden para sus celebraciones de cumpleaños, aniversarios, navidades y fiestas de todo tipo. Josep Lluís Bonet, presidente de Freixenet, siempre lleva allí a sus invitados. Recuerdo un día que le vi compartiendo mesa con dos matrimonios, entre los que estaba Josep Maria Bricall, exconseller de Tarradellas y exrector de la Universidad de Barcelona.

Es normal ver a niños algunos días de la semana, lo que no deja de llamar la atención teniendo en cuenta los precios de la casa. Hace ya unos cuantos años una amiga me dejó con la boca abierta cuando me contó que su novio la había presentado a sus padres en una cena en el Via Veneto. Glub, pensé yo. Y es que, efectivamente, era y aún es una forma efectiva de impresionar al personal.

Los precios

La cuenta no es un problema para su clientela, compuesta mayoritariamente por habituales. Aunque en ese punto hay que decir que no siempre es fácil distinguir quién lo es quién no, porque los camareros, cuyas caras apenas han cambiado en los últimos 20 años, saludan con una familiaridad al comensal que hasta a quien acude por primera vez le asalta la duda de si efectivamente lo conocen.

Algunos extranjeros, sobre todo franceses, que no me atrevería a calificar de turistas, observan con admiración la escenografía del local, que incluye los últimos toques de la preparación de ciertos platos en la sala, a la vista del personal. El camarero te monda la naranja en la mesa auxiliar con una técnica y una higiene dignas de la cirugía plástica.

La facturación anual de Via Veneto ha notado la crisis. De hecho, los siete salones privados de que dispone, en los que son frecuentes las convocatorias de prensa –los plumillas se refieren en broma al menú de periodista cuando comen aquí- tienen ahora mucha menos actividad. Pero el salón principal siempre está lleno.

La carta, que no es muy larga, es tan excelente como cara; y en temporada siempre incluye platos de caza. La de vinos es excepcional, con la mejor relación de productos franceses de la ciudad y una oferta única de medias botellas y magnums. La columna de la derecha es de vértigo, cargan casi el triple en el precio del vino. El Castillo de Sajazarra reserva del 2005 que bebí en mi última visita está a 42 euros, frente a los 16 que cuesta en bodega. El café, Congo, del que tiene siete variedades, es muy bueno.

Ofrece dos menús degustación, a 90 y a 125 euros. El primero de ellos, complementado con una pequeña degustación de quesos, sale por unos 120 euros. Los aperitivos son quizá lo más destacable, a recordar el bombón de chocolate y foie y la croqueta de erizo de Cadaqués, en los meses de frío, claro. Los petits fours del final, estupendos.

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