Alejandro Blanco: el presidente libre

¿Se imaginan ustedes el placer que debe dar no cogerle el teléfono a Pablo Iglesias y solo depender de un sitio tan bucólico como Lausana?

—“Es toda una experiencia vivir con miedo, ¿verdad? Eso es lo que significa ser esclavo”.

Recuerdo perfectamente la primera vez que escuché esa frase en una escena en el cine pronunciada por el replicante Roy Batty (el mejor papel del holandés Rutger Hauer) al humillado y derrotado Rick Deckard (impresionante Harrison Ford), un veterano blade runner, recuperado de su jubilación voluntaria, para identificar, rastrear y matar —o retirar, en los propios términos de la policía de una espectral ciudad de Los Angeles— a un grupo de cinco replicantes fugitivos, capitaneados por Batty, que se encuentran en la Tierra tras fugarse de una colonia exterior, tras un sangriento motín.

Era el otoño de 1982, en España había ganado el PSOE y yo era un estudiante de COU rijoso y lascivo que ya había desertado de esa gran casa que es la izquierda marxista en la que dormitabas antes de salir al mundo real.

En aquellas lluvias de noviembre, parecidas a las actuales, meditabas acerca del miedo y la libertad y sabías que la segunda es imposible bajo la opresión del miedo, miedo a tus padres, miedo a tus parejas, miedo al miedo…

Harari y la ausencia de libertad

Casi cuarenta años después, incluso arrancadas del almanaque las hojas de 2019, año en el que se desarrollaba la mítica Blade Runner de Ridley Scott, que tuvo una prescindible secuela, ya metidos en esta especie de peli de miedo que es 2020, uno trata de recordar las muchas —más de las que quisiera—, veces que ha sentido miedo, que se ha sentido impelido a actuar en contra de sus convicciones o deseos, que no ha sido libre.

También, menos mal, nos sonreímos al regurgitar las veces, muchas inmerecidas, sin duda, en las que un amigo nos ha recordado lo libre que le parecíamos.

Hasta que Yuval Noah Harari nos demostró con solvencia y elegancia que no existe la libertad, que no hay libre albedrío, que estamos, digámoslo así, preprogramados genéticamente, que somos replicantes, en definitiva, no ha habido elogio, halago o piropo que más me haya gustado escuchar que el de que parezco un hombre libre, un libertas.

Libertad antes de la ancianidad

Y ese enaltecimiento es aún mayor cuando la palabra libre referida a tu persona la pronuncia alguien que tú crees que te conoce bastante, aunque por dentro no te sientas tan libre.

Lo paradójico de la libertad es que se gana día a día y, normalmente, con los años aumenta el patrimonio de libertad que atesoramos.

Cuando nos vamos haciendo mayores tenemos menos reparos en decir lo que pensamos, delante de nuestros jefes o subordinados, familiares o amigos.

Algunos, los más gloriosos de nosotros, alcanzan la libertad casi plena antes de la ancianidad, antes de que la cárcel que es nuestro cuerpo nos impida la huida de nosotros mismos.

El libertómetro a la salida de Moncloa

Echen un vistazo a los ex presidentes del Gobierno de España que aún viven y me entenderán aún mejor. Felipe González puede ser ahora el gran patrón burgués y conservador que siempre quiso ser, encerrado en el barrio de Salamanca de Madrid, aceptado por todos y repudiado solo por los suyos, los que alguna vez pensaron que vestía mono añil o traje de pana.

José María Aznar se ha convertido en un jovencito envejecido y vigoréxico —con un extraño bozo sobre su labio superior— que sigue vendiendo que es un liberal, lo contrario de lo que siempre ha sido.

José Luis Rodríguez Zapatero, que durante dos mandatos se empeñó en demostrar la vieja máxima de que cualquier indocumentado puede llegar a presidente de un gobierno democrático y parecía un hombre con talante, como le gustaba decir, se ha revenido en un rojo de la vieja escuela al que le gusta cobrar por bolos y asesoramientos no solicitados en países de baja catadura.

¿Y qué decir de Mariano Rajoy, el mas infame de todos? Simplemente, se ha disuelto como un azucarillo ese opositor de provincias que veía el ciclismo mientras España se descosía y acumuló más poder que ninguno para malgastarlo como nadie lo había hecho en cuarenta años. ¿Se sentirán libres ahora estos cuatro jinetes de la apocalipsis?

Alejandro Blanco, un hombre libre

Si tengo que pensar en un alto cargo que haya conocido en estos últimos años que me recuerde el verdadero significado de la palabra libertad, el primero que me vendría a la cabeza es el de Alejandro Blanco.

Presidente del Comité Olímpico Español, aunque claro, si le preguntásemos a él estoy seguro de que este orensano de setenta años, con mucha retranca y sonrisa inteligente, no se consideraría a sí mismo como un alto cargo.

Su trayectoria en el puesto ha sido impoluta y, si nadie lo remedia, en marzo de 2021 habrá cumplido más días en la silla que ningún otro presidente del COE, al batir la plusmarca olímpica del general Moscardó, aunque el famoso defensor de El Alcázar llegó al cargo por obra y gracia de un papel trasladado por un motorista desde El Pardo y firmado por el dictador Franco.

Blanco, en cambio, accedió a su puesto en dura oposición con el voto democrático de la mayoría y la alargada sombra (1,97 m) de Iñaki Urdangarin, afamado jugador de balonmano, prestigioso empresario, diletante marido de una Infanta y ahora vecino de Brieva, donde no entrena al equipo femenino de balonmano de la prisión, sino que ocupa un modulo especial de cinco celdas que ya tuvo a otro ilustre enchufado de la justicia española, Luis Roldán.

Un yudoca al frente del COE

Urgangarin estuvo tentado de ser presidente del COE por “designación real”, pero el plebeyo y llano yudoca gallego, Alejandro Blanco, se hizo con el puesto para el bien del deporte español y ha sabido mantener el espíritu olímpico en lo más alto en estos más de quince años.

Apenas conozco a Blanco, pero en lo que le he tratado no he visto a un personaje, y lo es, en el mejor sentido del término, menos pagado de sí mismo.

Los que le conocen mejor resaltan su sentido común, un bien escaso, su humanidad con los atletas, sin hacer distingos y muchas veces sacrificando su propio peculio personal, su apuesta por las personas mucho más que por las medallas de oro, su total ausencia de ego y protagonismo, y su trato cercano.

Teléfono ocupado

La verdad es que es una persona libre en todos los aspectos, miembro de esa especie de multinacional que es el COI, pero muy apegado a sus compañeros, ante los que no necesita ejercer de jefe.

Sé que es un señor muy educado y nunca dejaría de atender a un vicepresidente del Gobierno de su país, pero ¿se imaginan ustedes el placer que debe dar no cogerle el teléfono a Pablo Iglesias y solo depender de un sitio tan bucólico como Lausana?

Lo dicho, un hombre libre, alguien que puede conjugar con soltura, y seguro que alguna vez lo hace, la tan popular locución verbal de pasar olímpicamente. Mi ignorancia deportiva y miles de defectos más me imposibilitan para un cargo así, pero… ¡qué envidia, Don Alejandro!