Amaestrados y fuera del escenario

Dejar a los ciudadanos fuera del escenario, con instrucciones obligadas a cumplir, implica amaestrar a la gente en el sentido de lo colectivo

La tendencia de la clase política de estar continuamente en el escenario y obligar a la sociedad a quedarse mirando su actuación desde las butacas empieza a resquebrajarse. Dicho de otro modo, la gente quiere volver al escenario y ya poco importa en qué condiciones.

La sociedad quiere volver a actuar. El escenario es el lugar donde cada uno puede interpretar su papel y no mantenerse en posición de espectador. La crisis de la Covid-19 obligó a una gran parte de la sociedad a convertirse en espectadores pasivos de un espectáculo que se realizaba a costa de sus vidas.

El escenario social fue sustituido por un escenario de estado de alarma, el escenario económico por la asistencia del Estado, el escenario social por un simulacro de vida en la redes sociales. Todos fuimos, durante tres meses, hombres y mujeres sanos observados como enfermos potenciales a los ojos de la administración.

Pasados los momentos más duros, ahora se pide a la gente que suba y baje del escenario de sus vidas en función de cómo se propague el coronavirus. Sin duda se debe estar atento, dispuesto a escuchar a los médicos y científicos, pero ya nadie quiere estar fuera del escenario donde se decide el futuro de sus vidas.

Si observamos la situación actual atentamente, nos daremos cuenta de que todo el escenario ha sido ocupado por la política, los medios de comunicación y la ciencia. En ese espacio que ocupa el escenario se ha reemplazado al hombre corriente por su Twitter, a la empresa por una entrevista radiofónica a su responsable, a los colectivos por un metting call.

El peligro que encierra una gestión pública de la crisis apartando del escenario a la sociedad para reemplazarlo por mecanismos tecnológicos, verdades estadísticas y fotografías políticas es generar una moral del confinamiento que sustituya una moral de la normalidad.

Se exige al ser humano ser partícipe de su ruina

Muchas de las normas para cumplir protocolos que pretenden imponernos son más propias de los ejercicios que imparten los domadores para hacer saltar a sus animales por el aro que a un conjunto de iniciativas razonadas y razonables que permitan ayudar al ciudadano a relacionarse con garantías ante la Covid-19.

Dejar a los ciudadanos fuera del escenario, con instrucciones obligadas a cumplir, implica amaestrar a la gente en el sentido de lo colectivo. La frontera entre los que pueden actuar y los que no pueden hacerlo se ha hecho más nítida, pornográfica y, sin embargo, una parte de la sociedad se siente segura, como si dejar de actuar en el escenario de la vida fuera una opción razonable.

Cada día que pasa en que se admite como posible la posibilidad de retrasar la vuelta al escenario del trabajo, de las relaciones humanas, del disfrute presencial del arte o de los encuentros fortuitos con aquellos que no conocemos, implica alejarse de la vida como se aleja un meteorito de su planeta creyendo que sigue formando parte de él mientras se pierde en la inmensidad del espacio.

La necesaria mascarilla convertida en máscara colectiva proyecta sobre el ciudadano el fantasma de que pierde la salud si reafirma su identidad y se singulariza frente al bien colectivo.

Hoy nos encontramos en la fase de convivir con la Covid-19 hasta que se encuentre una vacuna que implica recuperar el escenario que habíamos abandonado por imperativo legal. Hay que empezar a ser conscientes de que estamos llegando a una situación en la que se exige al ser humano ser partícipe de su ruina.

La sociedad española ha pasado tres meses apoyando y colaborando con las instituciones políticas, en silencio y desde la distancia de sus hogares, por protegernos de la Covid-19; ahora debe ser el momento de retornar al escenario con prudencia y responsabilidad para exigir al poder que asuma la suya frente a la sociedad y reclamar que actúe en consecuencia.