Bienvenido, Mr. Stoltenberg 

¿Qué precio estamos dispuestos a pagar por huir hacia adelante cazando el fantasma de una Primavera Rusa antes de que el coste político de forzar a Kiev a negociar la paz sea menor que el derivado del colapso socioeconómico de la UE?

Emmanuel Macron, antes y después de recientes sus victorias electorales,  ha sido tildado de toda suerte de epítetos; desde contemporizar con el régimen de Putin a ser el Chamberlain del siglo XXI, por sostener, junto a otros,  que no se debe humillar a Rusia. A mi juicio esta lectura de las motivaciones de Macron es tan elemental como miope, habida cuenta de que no se detiene a pensar que las declaraciones del francés tienen en realidad más de proyección freudiana que de irenismo sobrevenido. Dicho de otro modo: la pulsión de Macron por buscar una salida negociada y controlable a la guerra en Ucrania  obedece a su poco infundado temor a que acabe siendo la Unión Europea -y la OTAN, por añadidura- la que resulte humillada por el fracaso de su apoyo al régimen de Zelensky

No deja de tener cierto punto tragicómico ver cómo la visita de los tres tenores europeos a Kiev, presuntamente con ánimo de propiciar un pronto alto el fuego, se ve seguida al día siguiente por el bufón de Downing Street, empujando en la dirección opuesta. Mientras Robert Habeck, ministro alemán de economía,  da consejos sobre los mejores hábitos higiénicos para luchar contra Putin ahorrando gas, Mario Draghi -primer ministro al que nadie ha votado- hace contorsiones para mantenerse en el cargo después del abandono por parte del hasta entonces ministro de exteriores italiano, Luigi Di Maio, del Movimiento 5 Estrellas, por el desacuerdo sobre el envío de armamento a Ucrania sin apoyo parlamentario. 

La guerra está a cargo de un comediante profesional para cuyo gabinete se ha rodeado de sus antiguos compañeros de trabajo de la productora televisiva que le hizo famoso

Mientras, en España, no hay ni rastro de debate digno de tal nombre sobre este tema. Es tal es la inercia de hacer y decir lo que se espera de nosotros en Washington y Bruselas, que no solo no se mueve nadie para no salirse de la foto, sino que además ha emergido en las redes sociales y televisiones una subcultura de analistas militares aficionados que han encontrado cómo darle sentido a sus vidas haciendo de cronistas de guerra, en algún que otro caso sin más cualificación que los tebeos de Hazañas Bélicas que leyeron en su infancia, lo más talludos, y las batallas ganadas en videojuegos, los más bisoños. 

Entretanto, en el mundo real, nos hemos tomado tan a pecho la máxima de Clemenceau de que “la guerra es un asunto demasiado serio para dejarla en manos de los militares”, que en Kiev, la guerra está a cargo de un comediante profesional para cuyo gabinete se ha rodeado de sus antiguos compañeros de trabajo en la productora televisiva que le hizo famoso, el equivalente de Toni Soler y “Minoría Absoluta”. Mientras, en Estados Unidos, el mando supremo de las fuerzas armadas norteamericanas recae en un anciano  que difícilmente saldría airoso del Test de los 7 Minutos. 

Así las cosas, la ley de gravitación universal sigue siendo tan obstinada como en los tiempos en los que la formuló Newton. Y la lenta apisonadora rusa consolida su control sobre el 25% del territorio ucraniano más rico, salida al mar incluida (una superficie similar a la de la Corona de Aragón antes de la Guerra de Sucesión),  en una campaña militar en la que los países de la OTAN están agotando sus arsenales de maravillosas pero  carísimas armas. Mientras tanto, la industria rusa fabrica y lleva al frente rudimentarios obuses y cohetes como si no hubiera mañana, sosteniendo un tipo de guerra a base de carne de cañón comparable a la librada por el Ejército Rojo en la Batalla de Berlín, general Steiner incluido.    

No parece del todo honesto alentar a Zelenski a que escale su pulso con Putin y a exigir más madera, presuntamente para estar en mejor condiciones de negociar

Siendo así, no parece del todo honesto alentar a Zelenski a que escale su pulso con Putin y a exigir más madera, presuntamente para estar en mejor condiciones de negociar cuando las inevitables discusiones sobre un armisticio tengan lugar. A diferencia de los occidentales, los rusos no empiezan sus negociaciones con una exigencia de máximos que luego van rebajando a medida que avanzan las negociaciones, sino justo al revés: aumentan el precio del acuerdo cuanto más se dilata la negociación, como aprendieron para su mal los jefes de estado mayor del Tercer Reich en el frente oeste.

Por lo tanto, a lo máximo que realistamente puede aspirar Kiev es a algún tipo de Minsk 2+. Es decir, a volver al punto de partida de un viaje cuyas alforjas van a estar pagando a plazos tres generaciones de ucranianos. Un destino que, de hecho, por el que Jens Stoltenberg  ya ha comenzado a preguntarse retóricamente frente a las cámaras. La cuestión a responder en la cumbre de Madrid, pues, es esta:  ¿cuánto más tiempo puede comprar la OTAN a Ucrania, y qué precio estamos dispuestos a pagar por huir hacia adelante cazando el fantasma de una Primavera Rusa y el advenimiento de nuevo Yeltsin, antes de que el coste político de forzar a Kiev a negociar la paz sea menor que el derivado del colapso socioeconómico de la Unión Europea, y su subsiguiente humillación?