No reformarás la Constitución

La última vez que vislumbramos el espectro de la reforma constitucional fue en octubre, cuando Pedro Sánchez anunció un compromiso, pero a nadie le apremia

Un fantasma se aparece de vez en cuando en el horizonte de la política y la opinión expresada. La reforma de la Constitución asoma de manera intermitente y luego se desvanece sin haber cobrado un aspecto reconocible. La última vez que vislumbramos el espectro fue en octubre, cuando Pedro Sánchez anunció un compromiso firme de altos vuelos. Había conseguido encarrilar la famosa reforma a cambio de apoyar a Rajoy en su política para frenar al independentismo. Conjurado el peligro secesionista, los socialistas se han quedado sin margen de exigencia. Entonces el presidente se medio desdijo a su manera mediante una de las recurrentes perogrulladas tras las cuales esconde decisiones de calado. A nadie le apremia, no es el problema de la vida de nadie. Adiós, fantasma. Hasta la próxima.

Mientras, y a fin de conjurar nuevas apariciones en los próximos tiempos, van desfilando por el Congreso los padres de la carta magna del 78. Su diagnóstico es unánime: nuestra criatura está tan bien parida –por algo somos sus progenitores– que no se puede mejorar (y menos, se sobreentiende, por unos botarates como sus señorías, incapaces de ponerse de acuerdo, no ya en lo esencial sino en lo que debe considerarse prioritario). Y de ahí salen tan contentos, a lucir sus portentosas, satisfechas y acríticas cabezas, sin exceptuar siquiera a Miquel Roca o Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón. Mientras, Rajoy observa, no menos contento, como el fantasma se esfuma lentamente en la neblina. ¡Qué mal, pero qué mal, le está saliendo todo a Pedro Sánchez!

Resulta más eficaz laminar día a día a las CCAA al amparo del Tribunal Constitucional que montar un auto sacramental

Qué mal planifica su equipo, todo hay que decirlo. En vez de abordar la reforma por donde más aplausos podría suscitar y votos levantar –España a la cola europea en igualdad, en paro, en precariedad, en formación y oportunidades para los jóvenes, con un sistema penoso de pensiones, serias dificultades de acceso a una vivienda digna, desertización de grandes extensiones, un tercio de la población en riesgo de pobreza, a la cabeza en deuda pública y todo enlodado por unos problemazos endémicos de corrupción, malgasto y evasión fiscal que de resolverse allanarían el camino hacia un mejora general del nivel de vida—, los socialistas prefieren quemarse ambas manos agarrando el temible toro territorial por sus ardientes cuernos.

Lo cierto es que, en cuanto a la distribución territorial del poder, el consenso a estas alturas es imposible. Entre la pulsión recentralizadora y la federal, perdón, la federalizante, que no se sabe en qué consiste, en Madrid gana de calle la primera. Y es en la megapolis madrileña donde reside, guisa y come el poder. No hay vuelta de hoja. Pero la recentralización no lograría imponerse de un plumazo porque las tildadas de taifas autonómicas no van a renunciar a sus conquistas, ni al abultado número de sus funcionarios, sin levantar grandes protestas. Resulta más eficaz laminar día a día al amparo del Tribunal Constitucional que montar un auto sacramental.

Por si fuera poco, y dejando a aparte el conflicto catalán, que está muy lejos de entrar en vías de solución pero muy cerca del alivio momentáneo, los abanderados de la reforma la utilizan como ariete contra el denominado régimen del 78, lo que provoca defensa y cerrazón, no abertura.

Para pasar de país grande a país de primera, España necesita ante todo un debate de fondo que ni el PSOE está dispuesto a abordar ni Podemos acierta a enfocar.