El efecto Baumol y el trilema de las economías ricas 

En países como España, EE UU, Reino Unido, Francia o Alemania, los precios de los bienes se deslizan hacia abajo mientras los de los servicios se disparan

En las últimas décadas, las economías avanzadas han experimentado una paradoja inquietante: el coste de vida se dispara sin que la inflación general haga lo propio. ¿Cómo es posible sentirse cada vez más asfixiado cuando las estadísticas aseguran que los precios apenas se mueven? La respuesta tiene nombre y apellido: el efecto Baumol. 

William Baumol y William Bowen observaron en los años 60 que ciertos sectores —sobre todo los intensivos en capital humano, como educación, sanidad o cuidado infantil — apenas ganan productividad. Un profesor necesita hoy la misma hora que hace cincuenta años para impartir una clase; una enfermera no puede atender a diez pacientes simultáneamente sin deteriorar la calidad. En cambio, los sectores dedicados a bienes —electrónica, ropa, electrodomésticos— sí pueden automatizarse y abaratarse. 

El resultado es una divergencia estructural: en países como España, EE UU, Reino Unido, Francia o Alemania, los precios de los bienes se deslizan hacia abajo mientras los de los servicios se disparan. Como ha destacado recientemente el Financial Times, los servicios esenciales son hoy mucho más caros en términos reales que en el año 2000. 

Y como la prosperidad incrementa la demanda de educación, salud o cuidados —los pilares de la vida buena—, incluso con baja inflación la sensación de encarecimiento es real y persistente. De ahí la crisis de coste de vida que tantos ciudadanos sienten en el día a día. 

El mercado laboral es inflexible: si faltan manos, suben los precios

Pero la enfermedad de Baumol no solo afecta a los precios. También reconfigura nuestra política. Si los salarios de los sectores de alta productividad suben, los servicios de baja productividad deben acompañar para retener trabajadores. ¿Qué ocurre entonces? Aparece una tríada imposible que explica buena parte de nuestro malestar. Primero, queremos salarios más altos para los trabajadores nacionales. Segundo, queremos reducir —o eliminar— la inmigración irregular. Y tercero, queremos servicios baratos y accesibles. 

Las tres aspiraciones son mutuamente contradictorias. Si cerramos la puerta a la inmigración, ¿quién cuidará a nuestros hijos o a nuestros mayores? El mercado laboral es inflexible: si faltan manos, suben los precios. Culpar al inmigrante es atacar el síntoma, no la enfermedad. 

Así, las economías ricas dependen de trabajadores mal pagados que sostienen sectores anclados en la productividad del pasado. Y esa dependencia, moralmente incómoda, alimenta la reacción populista: exigimos lo imposible y nos enfadamos cuando la realidad no se ajusta. 

La política pública se enfrenta a un dilema profundo. ¿En qué sectores estamos dispuestos a sacrificar la conexión humana a cambio de eficiencia y precios más bajos? ¿Y en cuáles aceptaremos los precios más altos como parte del bienestar? 

Una persona cuida a una anciana. Foto: Freepik.
Una persona cuida a una anciana. Foto: Freepik.

El congresista norteamericano demócrata Jake Auchincloss lo resumía bien en un debate reciente: automatizar la educación o la sanidad puede resultarnos aceptable. Pero ¿queremos que nuestros hijos sean educados por algoritmos? ¿Queremos sistemas de cuidados sin contacto personal?  

Una sociedad que decidiera dedicar —digamos— el 50% de su PIB a educar y cuidar a su próxima generación, pese a disponer de tecnología que abarata casi todo lo demás, ¿sería una sociedad ineficiente? ¿O sería, como apuntaba Auchincloss, una civilización que invierte su prosperidad en su continuidad humana? 

El efecto Baumol nos obliga a mirar de frente una realidad incómoda. Sin asumirla, seguiremos votando a quienes prometen soluciones mágicas: servicios abundantes y baratos, salarios crecientes y fronteras cerradas… todo simultáneamente. Una fábula reconfortante, pero económicamente imposible. 

Tal vez la verdadera madurez política consista en comprender que lo que más valoramos es, por definición, costoso. Porque educar, cuidar y sanar seguirá siendo un acto profundamente humano. Y lo civilizado —en economía como en la vida— siempre tiene un precio. 

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