La España de la silla musical 

La izquierda lo formula como un choque entre jóvenes e inversores, entre inquilinos y propietarios

En el debate público español nos hemos aficionado a una versión improductiva del juego de las sillas. Si alguien logra sentarse —en un piso de alquiler, en un puesto de trabajo, en una ayuda pública— asumimos que otro tendrá que levantarse. La izquierda lo formula como un choque entre jóvenes e inversores, entre inquilinos y propietarios. La derecha, como una pugna entre nacionales e inmigrantes, o entre contribuyentes y dependientes del Estado. Cambian los protagonistas, pero se repite la misma lógica: la creencia de que cualquier avance de unos implica el retroceso de otros. Es la mentalidad de suma cero. 

El problema es que, una vez se acepta que el tamaño del pastel está fijado, la política abandona la ambición y se entrega al reparto. El foco se desplaza del crecimiento al conflicto: de producir más, a redistribuir más. Y ahí empieza el empobrecimiento colectivo. 

Pocas áreas revelan mejor esta dinámica que la vivienda. En 2024, el español medio destinó el 47% de su salario bruto al alquiler de un piso de 80 metros cuadrados, cuatro puntos más que el año anterior. Estos datos muestran por qué el debate se polariza tan rápido.  

Ante el malestar social creciente, se buscan culpables inmediatos: turistas, fondos, tenedores de vivienda, propietarios ausentes, o recién llegados. Pero la raíz es más profunda. España no tiene un problema exclusivo de reparto: tiene un problema de oferta insuficiente, reglas lentas, inseguridad jurídica y décadas sin una estrategia sostenida para aumentar el parque de vivienda asequible. Es el reflejo de un país que ha asumido, sin decirlo, que el volumen disponible apenas puede crecer y que la única política sensata es disputarse la llave. 

Un cartel anuncia el alquiler de una vivienda. Foto: EFE.
Un cartel anuncia el alquiler de una vivienda. Foto: EFE.

Sin la existencia de progreso científico y técnico ni de economías de mercado globalizadas, la forma más común de progresar era a expensas de otros. Ante este escenario, la envidia era evolutivamente adaptativa: proteger un hallazgo valioso podía significar la diferencia entre la supervivencia o el fracaso. Esta mentalidad persiste y se refuerza en contextos de escasez.  

Estudios recientes (Chinoy et al, 2023) indican que las generaciones más jóvenes, criadas en una época de crisis económicas y desigualdades crecientes, tienden a percibir las interacciones económicas como juegos de suma cero.  Es una lógica instintiva más que ideológica. Nace del estancamiento salarial, de la ansiedad residencial, de la sensación de competencia permanente en mercados encogidos. Pero cuando este marco se convierte en visión política, la sociedad gira hacia dentro, deja de pensar a largo plazo y vive atrapada en el día posterior.  

España necesita abandonar esa resignación tácita al statu quo y volver a pensar en ensanchar su base económica. La vivienda habrá de multiplicarse, no solo repartirse mejor. La inmigración deberá insertarse de forma que mejore el tejido productivo, no que se limite a apuntalarlo. La inversión —pública y privada— tendrá que volver a entenderse como la clave de un futuro más amplio, y no como un privilegio sospechoso. 

La inmigración deberá insertarse de forma que mejore el tejido productivo, no que se limite a apuntalarlo

En un país donde cada vez más ciudadanos sienten que la silla se aleja, la respuesta no puede ser vigilar quién se sienta primero, sino preguntarnos cuántas sillas nuevas somos capaces de fabricar. Ahí empieza el verdadero progreso; y solo entonces el debate dejará de ser una pelea por centímetros para convertirse en una conversación sobre metros. 

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