El Distrito 28: la Europa que aún no existe
Una empresa fundada en Málaga podría contratar en Copenhague con un clic
Europa vuelve a hablar de competitividad. Lo hacen Draghi y Letta en sus informes, Macron en sus discursos y Bruselas en sus comunicados. Todos coinciden en el diagnóstico: el continente se está quedando atrás. Menos inversión, menos innovación, menos escala. Pero lo que falta no son ideas, sino estructuras que las hagan posibles. Por eso, si de verdad queremos un renacimiento europeo, necesitamos algo más que fondos y palabras: necesitamos un Distrito 28, un marco común donde las empresas puedan moverse por Europa con la misma libertad con la que lo hacen los europeos.
El mercado único, esa gran promesa de los años noventa, nunca llegó del todo al mundo empresarial. Hoy, una startup que nace en Barcelona y quiere vender en Berlín debe reescribir sus estatutos, abrir nuevas filiales y pagar abogados en cada frontera. Mientras tanto, sus competidoras en Estados Unidos o China crecen sobre un único código mercantil, un único sistema fiscal, una única burocracia. Europa presume de unión, pero sigue obligando a sus empresas a vivir en 27 micromundos legales.
El intento de crear una “empresa europea” ya se hizo: la Societas Europaea. Pero fue, como tantas veces, una gran idea convertida en un laberinto. Apenas existen unas 5.000 SE activas frente a más de 20 millones de sociedades nacionales. Demasiado papel, demasiadas excepciones, demasiado miedo a simplificar.
De ese fracaso debería nacer el Régimen 28º: una ley mercantil paneuropea, 100 % digital, opcional y supranacional. Una capa jurídica sencilla, con registro único, constitución online y normas básicas comunes sobre capital, responsabilidad e insolvencia. No sustituiría los marcos nacionales, sino que ofrecería una alternativa más simple y moderna a quienes quieran crecer en toda Europa.
El cambio sería más que técnico: sería cultural. Europa lleva años confundiendo armonización con acumulación. Añadimos normas sin eliminar las viejas, construimos integración con más burocracia. El Régimen 28º invertiría esa lógica: menos trámites, más confianza; menos papeles, más mercado. Sería, por fin, una política europea que se mide no por sus páginas de reglamento, sino por las horas que ahorra.
Una empresa fundada en Málaga podría contratar en Copenhague con un clic
Y, sobre todo, daría cuerpo a las visiones que Letta y Draghi han puesto sobre la mesa. Letta reclama completar el mercado único digital y de servicios; Draghi pide reducir fragmentación y escalar la productividad. Ambos coinciden en que el coste de la lentitud europea ya no es teórico: se mide en empresas que no crecen, inversiones que se marchan y proyectos que no despegan. Un Distrito 28 sería su traducción práctica: una Europa que pasa del PowerPoint a la práctica, del discurso al diseño institucional.
Imaginemos lo que significaría. Una empresa fundada en Málaga podría contratar en Copenhague con un clic. Un fondo de inversión podría apostar por una startup de Varsovia sin rehacer la due diligence país por país. Una pyme de Milán podría vender en toda la UE con la misma estructura legal. La burocracia dejaría de ser un impuesto al crecimiento.
A modo de ejemplo, un informe reciente constata que, en el contexto del comercio intracomunitario de bienes, las empresas que venden en otros países de la UE tienen costes de cumplimiento (como registro de IVA, múltiples registros) estimados en alrededor de 8.000€ al año por país adicional en que venden (Comisión Europea, 2022). En el caso de las licitaciones públicas, todavía existe una baja participación de empresas que no formen parte del Estado miembro donde se produce la licitación, lo que incide de forma negativa en la concurrencia y en las condiciones económicas que se derivan.
Más que una innovación jurídica, el Distrito 28 sería un gesto político: la señal de que Europa empieza a creerse su propio proyecto. No impondría nada; ofrecería una opción. No sería una renuncia a la diversidad, sino una apuesta por la eficiencia. Una Europa que deja de justificarse y empieza a funcionar.
Quizás ahí empiece su verdadero despertar: cuando entienda que la integración no consiste en hablar un mismo idioma, sino en compartir un mismo marco que permita a las ideas —y a las empresas— crecer sin fronteras.