De este caserío yo no me fío 

A veces parece que estamos inmersos en un cuento de ficción

Tengo para mí que este Gobierno no caerá por un golpe certero de la oposición ni por un escándalo aislado: morirá de hemofilia política. No porque una herida sea letal, sino porque ninguna cierra. Cada filtración, cada pacto clandestino, cada caso de corrupción, cada rectificación imposible queda supurando en un cuerpo institucional que ha perdido la capacidad de coagular.

Nada lo mata por separado —esa es su extraña fortaleza—, pero será la suma interminable de heridas abiertas la que acabe drenando su legitimidad. No caerá por un hachazo de Koldo, sino por desangrarse lentamente en su propia maraña de escándalos

Esto viene a cuento de la noticia publicada por El Español sobre un encuentro secreto entre Pedro Sánchez y Arnaldo Otegi, en un caserío del País Vasco. La revelación parece sacada de una novela de intrigas: el líder socialista, acompañado por Santos Cerdán, viajó desde Madrid a Bilbao, fue recogido por Koldo García —entonces chófer y escolta del PSOE— y conducido a una casa aislada donde se celebró una reunión clave para garantizar el apoyo de Bildu a la moción de censura contra Mariano Rajoy. 

El organizador del encuentro no era otro que Antxon Alonso, empresario con vínculos con el PNV y socio de Cerdán en la constructora Servinabar. Y es que entre el txuletón y el queso de Idiazábal se hablaba no solo de política, sino también de negocios. Pero lo que parece claro es que aquí hubo un apretón de manos que cambió la historia política reciente de España.

Mientras Sánchez aseguraba una y otra vez (¿cuántas quiere?) que no pactaría con Bildu, firmaba un acuerdo cuyas consecuencias hemos ido viendo en materia penitenciaria, con la salida constante de presos de ETA de la cárcel, y en otros terrenos que aún desconocemos. Solo sé que de lo que se pactó en ese caserío yo no me fío. 

La Moncloa dijo que la noticia era falsa y, aunque Koldo García ha dado todo lujo de detalles al confirmarla

Lo verdaderamente sorprendente de este caso que sale ahora a la luz es el limitado recorrido que, de momento, está teniendo, a pesar del revuelo monumental que en otras circunstancias tendría. Esto revela el poder que tienen los medios supeditados al Gobierno cuando de ocultar o silenciar algo se trata.

La Moncloa dijo que la noticia era falsa y, aunque Koldo García ha dado todo lujo de detalles al confirmarla, se trata de poner sordina oficial para ver si la cosa se va apagando con el paso de los días o la tapa el estallido de otro escándalo. La cuestión es ganar tiempo y tratar de ir cerrando las numerosas heridas sangrantes del hemofílico cuerpo gubernamental. 

Pero entre la ciudadanía, ¿cuánto daño puede hacer esto? Ahí es donde aparece la peculiar inmunidad de Sánchez. La opinión pública ya ha sido “vacunada” contra muchos de sus escándalos: sobornos, redes de poder interno, alianzas incómodas… Parece que nada nos sorprende ya, ni siquiera pactar en un caserío del que yo no me fío. En buena parte, puede que pocas cosas cambien en términos de desgaste mediático; para muchos, es simplemente una confirmación más de lo que ya suponían: que tenemos el peor Gobierno imaginable

Así como la sociedad española fue vacunada contra un virus como el COVID-19, desarrolló al mismo tiempo una resistencia inmunológica ante las noticias escandalosas sobre sus líderes políticos. En su momento, la vacuna contra el coronavirus fue una esperanza colectiva, algo novedoso, perturbador y necesario. Pero la “vacuna mediática” contra Pedro Sánchez ha sido más gradual, menos voluntaria y mucho más amarga.

Ha sido el resultado de años de correos internos, grabaciones, casos de corrupción y pactos secretos grabados para que quedara constancia. Poco a poco, el discurso de la sorpresa y la indignación permanente ha dado paso a una especie de resignación o desconfianza esencial. 

Parece que nos han suministrado las dos dosis de una vacuna social que nos ha inmunizado ante los escándalos: ya no hay sorpresa ante la novedad, sino acumulación, saturación. La sociedad ha desarrollado una suerte de “memoria defensiva”: si bien estas noticias siguen generando cierto impacto, ya no provocan el estallido moral de antaño o, al menos, no tienen el mismo poder de sorpresa. 

Esta inmunidad no es sana desde el punto de vista democrático: cuando una parte importante de la opinión pública deja de escandalizarse por prácticas opacas, cuando asume que los pactos clandestinos son parte del juego habitual, se reduce la presión ciudadana para que haya una rendición de cuentas real.

A veces parece que estamos inmersos en un cuento de ficción en el que la inteligencia artificial se encarga de poner la imagen de los personajes de terror. Y ya dudamos de que estas cosas nos estén pasando a nosotros. Así que solo tengo clara una cosa: de ese caserío yo no me fío.

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