Certezas, pocas en la ‘nueva’ España

Las elecciones generales han dejado tan pocas certezas como, en relación inversa, disgustos han causado en las sedes de los partidos políticos. Tanto en las formaciones de rancio abolengo como en los movimientos de la gente. Tanto en las partidos que asientan sus cuarteles en Madrid como en los que actúan en las cuatro esquinas de la nueva España.

Nueva como la llamada nueva política, en la que lo más nuevo es la obligación de revivir su esencia olvidada: la cesión, el acuerdo y la solución de compromiso. Nueva como la España post-autonómica y pre-federal que alborea entre dos polos opuestos: el de los que proclaman la unidad indisoluble de la patria y el de los que reafirman su impaciencia por abandonarla.  

Nuevo como el hundimiento del abertazlismo vasco de Bildu, minado por la fatiga causada por décadas cabreo obligatorio (‘España nos oprime’) y la irrupción de quienes proponen una manera menos sufriente de abordar los problemas.

O nueva como la liturgia del más nuevo de los partidos que celebra su éxito extrayendo a Juan Carlos Monedero del cono del silencio para que reviva la épica 1936 cantando ‘Puente de los Franceses’ y coreando los acordes que Paco Ibáñez le puso a Alberti in 1969: «a galopar, a galopar, hasta enterrarlos en el mar».

No, no hay muchas certezas. Excepto que –como ocurrió es Cataluña el 27S—a veces, las urnas las carga el diablo: el reparto electoral ha producido unos números que darán a los políticos –viejos y nuevos—grandes problemas para crear una mayoría de investidura y un pacto para gobernar.

A unos, como el PP, les condenan los pecados de su pasado. Los populares han gobernado por aplastamiento, haciendo de Las Cortes poco más que una tertulia e ignorando, por intolerancia, insensibilidad o incapacidad, asuntos capitales –que diría Mariano Rajoy— como  la cuestión catalana, los costes sociales de la crisis y temas diversos que van desde la política energética a las relaciones exteriores.

A otros, en cambio, les penaliza el exceso de virtudes tales como la mansedumbre de Pedro Sánchez. Cuando se tornó fiereza («no queremos un presidente indecente, Sr. Rajoy») le salió tan impostada que en lugar de ganar votos, aumentó la imagen de ser un ‘producto de marketing’ que ha perseguido al espigado socialista.

Porque, para pecados, ya tiene el PSOE la soberbia y la ambición de Susana Díaz, esa versión bética de Esperanza Aguirre. No sólo salió a escena la lideresa andaluza la misma noche del 20D para prohibir –públicamente y en conexión nacional— a su secretario general cualquier acercamiento a Podemos, sino que lanzó de facto su candidatura a sustituirle a la primera oportunidad que se presente.

Oportunidad que puede presentarse pronto. Excluida la gran coalición entre el PP y el PSOE, que supondría la muerte civil y espiritual de los socialistas y visto que Ciudadanos, por si sólo, no alcanza para coronar a ninguno de los dos partidos tradicionales, las opciones son básicamente dos: largas y bizantinas negociaciones y/o unos comicios anticipados.

Nadie se beneficiaría más que Podemos de una segunda vuelta. Pese a su aparente satisfacción, los resultados de la constelación morada fueron inferiores a su propia expectativa y son un motivo para desear unos nuevos comicios en caso de que fracase la investidura o un gobierno minoritario caiga a los pocos meses de formarse.

Pablo Iglesias, con esa especial arrogancia que otorga mezclar a Marx con Malasaña, ya jugueteó al día siguiente con la idea. ‘Si hay que ir se va’, vino a decir, para espanto del IBEX, para marcarle a continuación al PSOE unas condiciones para llegar a acuerdos (referéndum en Cataluña, mecanismo revocatorio del gobierno) diseñadas para ser rechazadas.

Iglesias sabe que con su llegada en masa a la Carrera de San Jerónimo, su movimiento comienza un proceso inexorable que aqueja a toda formación cuando toca poder: el desgaste. Por tanto, ir a las urnas antes de que afloren las contradicciones inherentes a su naturaleza aluvial, sería particularmente productivo para Podemos.

No se debe olvidar que el ‘partido’ de Iglesias no es tal cosa, sino un conglomerado: BCN en Comú, Compromís, la mareas gallegas, que a su vez son el producto de diferentes agregaciones. En lo sucesivo, todos deberán acatar el principio de la unidad de acción con hechos –que siempre comportan un precio electoral y político—y no solo, como hasta ahora, con consignas y muestras de fraternidad internacionalista.

En cualquier caso, Cataluña, el issue más soslayado y rehuido por los pilares de bipartidismo durante la campaña electoral, vuelve por la mera fuerza de los hechos al centro de la política española.

Para el PP y el PSOE, el asunto es tóxico. A tenor del nivel de tolerancia de sus bases internas y su electorado, su margen de actuación de cara a una reforma constitucional que acepte algún tipo de consulta a los catalanes sobre su futuro se aleja de los mínimos exigidos por las diferentes opciones catalanas.

Tras el 20D, la versión catalana de Podemos será crucial en el desarrollo los acontecimientos. Pero lo que no está tan claro es que las decisiones de la formación las puedan marcar Iglesias y su equipo desde su laboratorio en Madrid sin la bendición de la baronesa morada ungida por la gent en Cataluña. 

Y es que la principal vencedora de los comicios del 20D ha sido Ada Colau. La alcaldesa no sólo ha sido la artífice de la rotunda victoria de En Comú Podem. Tras sus apariciones estelares en Madrid, Valencia y otras plazas del campaign trail, se ha convertido en una figura de talla nacional y un nombre tener en cuenta si Pablo Iglesias –cuya longevidad política nadie puede vaticinar— sufre una combustión acelerada.

Con 12 de 69 diputados, la alcaldesa de Barcelona es la principal accionista individual del holding Podemos. Junto con otras figuras periféricas como Mónica Oltra en Valencia, inaugura una nueva nomenklatura morada que tan pronto puede ser, como hasta ahora, la muleta que apoya el paso de Podemos hacia la España plurinacional que preconiza su líder, como un muro que complique el mando centralizado que Iglesias y su grupo de confianza mantienen con firmeza soviética.  

De momento, la promesa de Iglesias de impulsar un referéndum ya ha conseguido introducir una cuña entre ERC, que ya da por imposible tal opción, y Democracia i Llibertat, cuyos primeros ruidos post-electorales, tras sacudirse el polvo del sorpasso de los republicanos, ha sido emitir sonidos conciliadores hacia tal opción.

En las próximas semanas veremos fenómenos y portentos. Extrañas apariciones, movimientos que desafían a la física y meteoros políticos diversos. Y hasta es posible que alguien, sin que lo supiéramos, hable catalán en la intimidad.

Pero aún así, certezas… pocas.