Elogio de la normalidad democrática

Es un acierto que los “acuerdos para la reconstrucción” no tengan lugar en La Moncloa, donde la llegada de cada líder se produciría en cuádriga romana

Finalmente el lugar donde tomarán cuerpo los “acuerdos para la reconstrucción”, antes llamados “nuevos pactos de la moncloa”, antes llamados “a la oposición, ni agua” será el Congreso de los Diputados.

En un momento político en el que todo lo que parte del departamento de ideas geniales de La Moncloa pretende ser histórico, chiripitifláutico, galáctico y esculpido en luces de neón, tranquiliza que alguien, en este caso Pablo Casado, haya puesto freno a tanto fuego de artificio recordando al respetable que no hay que inventar la sopa de ajo cada día, y que el Congreso de los Diputados, sede por cierto de eso que llaman la Soberanía Nacional, puede ser un sitio estupendo para que los políticos se reúnan y hablen de sus cosas.

No sé a ustedes, pero a un servidor comienza a producirle un importante aburrimiento ese afán monclovita por el adanismo y por aprovechar incluso los momentos de mayor normalidad democrática para montar un festival con elefantes, bailarinas exóticas y trapecistas.

Las reuniones, todas históricas; los acuerdos, firmados en mesa de mármol de Carrara; las fotos, con bello escorzo napoleónico; y los nardos, apoyaos en la cadera.

Alguien debería darse cuenta de una maldita vez, de que si todo es histórico, en realidad nada lo es. Que si todo sucede “por primera vez”, eso indica que no hay políticas de largo recorrido. Que si convertimos cada maldita comisión del Senado en un remedo de los acuerdos del juego de pelota en el París revolucionario, la gente se va a extrañar un poco de que dichos pactos nunca tengan segunda parte ni lleguen a ningún lado.

Miren, si algo caracteriza a una democracia parlamentaria eso son sus ritos. Ritos estables, serios, aburridos y repetitivos. Ritos llenos de simbolismo. Ritos en los que la previsibilidad es un bien en sí mismo.

La democracia es un sistema basado en el verbo, en la palabra, en el acuerdo. Un procedimiento para la convivencia en el que la lírica es más útil que la épica y en el que se nos garantiza que nunca nadie podrá ganar por goleada, ni podrá perder más que por la mínima. Un método para gobernarnos maravillosamente gris en el que los avances son cautelosos, y los retrocesos, casi imposibles.

Fue Virgilio en su monumental Eneida quien inmortalizó la frase Timeo Danaos et dona ferentes, algo así como “Temed a los griegos incluso si traen regalos” en medio de un maravilloso discurso del desconfiado y a la postre acertado Lacoonte, que no se fiaba nada de nada del caballo de madera que le habían dejado a las puertas de su ciudad de Troya.

Y a mí me pasa un poco como al sabio Lacoonte, que no termino de fiarme del todo de los políticos que solo son capaces de subir al estrado si son precedidos por ruidosas fanfarrias, bufones que glosen sus grandes méritos y grandes aparatajes de fuegos de artificio remarcando cada frase leída en el teleprompter.

Por eso es un acierto que los “acuerdos para la reconstrucción” no tengan lugar en La Moncloa, donde a buen seguro la llegada de cada líder se produciría en cuádriga romana, precedidos de coros de vestales que les regalarían collares de flores a la entrada al palacio y donde  cada hora de reuniones a puerta cerrada  produciría decenas de filtraciones interesadas o un cantar de gesta a mayor gloria de su inquilino en el que se mostraría sus innegables dotes de estadista y su enorme corazón de demócrata.

Es mejor el vetusto Congreso de los Diputados, un edificio de cuyo gobierno participan los diferentes partidos lo cual además de otorgar una mayor igualdad a todos los equipos, obliga a guardar ciertas reglas no escritas, ya saben, los malditos ritos.

Esos ritos que tanta consistencia aportan a nuestra democracia y tanto nos alejan de los afanes adanistas de los ilusionistas de turno.