Comunión y martirio en el secesionismo catalán

La Diada representa una comunión entre la fe nacionalista y quienes la representan que cohesiona ahora al secesionismo catalán

Hay mucho de comunión de los santos en la Diada del secesionismo catalán. Esa comunión con la fe nacionalista y quienes la representan. Esa fe que cohesiona, estimula y moviliza a los creyentes. Que da sentido a la existencia. Y que suele generar intransigentes, sectarios e hipócritas.   

Para el secesionismo catalán, a la manera del hecho religioso, Cataluña sería un a priori del espíritu y un sentimiento que da vida y religa al nacionalismo independentista. Ese ser nacional que se afirma, ese creyente que predica la verdad y en ella habita, que cree en la redención de Cataluña, que confía en la tierra prometida –el “nuevo país”- de la República Catalana.

A la manera del éxtasis religioso, el secesionista manifiesta un sentimiento de amor, contemplación y unión con la Nación catalana. Un éxtasis que no responde a razones, sino a vivencias únicamente al alcance del creyente. La fe, en definitiva. Y la suspensión del ejercicio de los sentidos que nubla la comprensión y asunción de la realidad.

La fe que cohesiona a los creyentes suele generar intransigentes y sectarios

Por eso, el nacionalismo catalán continúa viviendo en su particular ínsula barataria que le impide percibir que el sentimiento casa mal con la política y la legalidad, que la democracia son reglas y formas, que en una democracia el derecho a decidir se ejerce en un determinado marco jurídico, que la lealtad institucional y el respeto a la legalidad son consubstanciales a la democracia. Todo ello, al secesionismo catalán, le suena a cosa terrenal. Lo suyo es el espacio sideral, en donde brilla la estrella que ilumina y obnubila.

La Diada escenifica el guion –rito de paso, comunión, rogativa- de quienes están en el secreto –el mystes griego de los iniciados- de la nación/religión catalana. De sus textos sagrados, su doctrina, su credo, sus dogmas, sus símbolos, sus prácticas, su calendario, sus templos, sus sacerdotes, sus fiestas, sus procesiones, sus rogativas, sus prédicas, su música, sus apóstoles, sus santos, sus misioneros, sus mártires y su paraíso.  

Parafraseando al padre Peyton de los años cincuenta del siglo pasado, “la nación catalana que participa unida, permanece unida”.

La Diada escenifica el rito de paso de quienes están en el secreto de la nación-religión catalana

Otra paráfrasis. A la manera de Chesterton, el secesionismo catalán “es una clase de pasión que tiene sus éxtasis, sus ardores, sus suspiros, sus alegrías, sus lágrimas, sus amores del mundo y del desierto”. Una pasión que se opone a todas las otras “y que necesita devorarlas para subsistir”.

La Diada –más allá de la coyuntura política y las necesidades del presente secesionista, más allá del tour de force que el secesionismo plantea al Estado- es todo eso.

Y algo más.    

La Diada es también la expresión plástica de la vocación de martirio –versión light, claro está- del secesionismo. Gente dispuesta a darlo todo por la Nación. No es solo que Carles Puigdemont esté dispuesto –dice- a ir a la cárcel en nombre de la causa. Ahí están quienes parecen dispuestos a perder su patrimonio en nombre de la causa. Y está  la fiel infantería –la Asamblea Nacional Catalana y Òmnium Cultural tocan la corneta- que saca pecho en el cruce –por cierto, una cruz- entre Paseo de Gracia y Aragón.

 ¿Teatro? Por supuesto. Pero, también los tormentos –sigue la versión light– de quienes están dispuestos a sacrificarse por causa de religión o ideas. O por el Poder.   

Sea como fuere, la capacidad de sacrificio del nacionalista catalán – convencidos, coyunturales, temporales, transeúntes u oportunistas- tiene algo que ver con la teología cristiana.

En el comportamiento del secesionista catalán hay un vicio: el exhibicionismo

Hay algo de Santo Tomás de Aquino en la capacidad de entrega y sacrificio de un secesionista catalán que cree actuar en nombre de la ley divina (Cataluña es una nación que tiene derecho a decidir), así como de la justicia y la verdad (no se puede tolerar el comportamiento y amenazas de España), que busca la consumación del Bien (la República Catalana).

A ello, añadan otras virtudes tomistas también presentes en el comportamiento del secesionista catalán genuino: fortaleza,  perfección y caridad. Y un vicio que disgustaría en grado sumo al Doctor Angélico: el exhibicionismo.      

Puestos a seguir la reflexión sobre el sacrificio por la causa o la idea, yo aconsejaría al secesionista catalán genuino que se olvidara de Santo Tomás y San Hilario –fue este Doctor de la Iglesia el que teorizó la relación entre martirio y eternidad- y recordara a un San Agustín que negaba que el martirio o el sacrificio fueran los únicos caminos que conducen a la salvación y al cielo. Si es que ello existe, claro está.

En El porvenir de una ilusión, Sigmund Freud afirma que las ilusiones neutralizan las defensas reflexivas en beneficio de la creencia. Cuestión de fe. Y de fanatismo. .

Licenciado en Filosofía y Letras. Ensayista, articulista, columnista, comentarista y crítico de libros
Miquel Porta Perales