Cuando la excepcionalidad se convierte en norma

Las acciones tomadas durante la pandemia, con la limitación del despido, como las decisiones meditadas dibujan un nuevo modelo económico con mayor planificación pública

No es raro que, ante una situación de excepcional gravedad, el ciudadano ponga menos resistencia a la pérdida de derechos. Lo que es preocupante es que hayamos normalizado esa excepción y que no mostremos sino atonía cuando las soluciones ofrecidas por el Ejecutivo a problemas de diversa índole rozan los límites de derechos como el de la libertad de empresa.

La escalada de los precios energéticos en 2021 llevó al Gobierno a decidir la intervención excepcional de los beneficios de las compañías eléctricas. La situación era grave, sin atisbar ni por asomo lo que estaba por venir, y en aquel momento, España se descolgaba de sus socios europeos, que limitaban la ayuda a colectivos vulnerables, apostando por la incautación de excedentes empresariales. En aquel momento, la prioridad era atajar los costes de forma poco gravosa para el Gobierno, a pesar de que alentara la inseguridad jurídica.

En 2022, el Gobierno aprobó la Ley de Vivienda que incluía mecanismos “excepcionales” de intervención en el precio de los alquileres. En esta ocasión, el objetivo era fomentar este mercado, limitando precios en áreas tensionadas por la demanda. Esta medida haría más accesible el alquiler en zonas especialmente caras, según argumentaban. No obstante, esta intervención en la propiedad privada difícilmente suele lograr beneficios en el mercado de arrendamientos. Como efecto colateral, se suele contraer la oferta. De hecho, experiencias cercanas, muestran que agrava su escasez. En 2019, Berlín limitó el precio del alquiler de las viviendas construidas antes de 2014, lo que redujo un 60% la oferta de inmuebles de estas características.

Nuevamente, el Gobierno opta por la escala de grises en el plano jurídico, enfrentando el derecho a una vivienda digna (principio rector de la política social y económica) al derecho de la propiedad privada, y no favoreciendo otros cauces como los incentivos.

La excepcionalidad del problema vuelve a ser suficiente para cuestionar la seguridad jurídica. Es cierto que estos tiempos convulsos con la pandemia o la guerra de Ucrania de fondo han facilitado la aceptación de decisiones utilitaristas sin que la sociedad sienta ninguna afrenta.

El 14 de marzo de 2020 se decretó el Estado de Alarma en España. Los españoles actuamos con ejemplaridad durante los casi 100 días del primer confinamiento. La situación de emergencia de salud pública fue más que suficiente para la comprensión de los ciudadanos. Retomamos los viejos debates de seguridad vs libertad y entendimos que los intereses colectivos pesaban sobre los individuales.

El 9 de noviembre siguiente se inició un nuevo Estado de Alarma. Esta vez, más largo. Duraría hasta el mes de mayo. Las restricciones comenzaron a pesar, especialmente para muchas pymes, sin músculo financiero, que llevaban más de un año con su actividad acotada. Aun así, la excepcionalidad del momento fue razón suficiente para aguantar estoicamente. Más tarde, conoceríamos el fallo de inconstitucionalidad de la fórmula legal escogida por el Gobierno o las objeciones del Tribunal Constitucional sobre la rebaja del control parlamentario, más necesario en un momento de alarma. No obstante, la ciudadanía pudo incluso achacar el error atribuido al momento de urgencia.

“Es cierto que estos tiempos convulsos con la pandemia o la guerra de Ucrania de fondo han facilitado la aceptación de decisiones utilitaristas sin que la sociedad sienta ninguna afrenta”

Gerardo Cuerva

Sin embargo, desde dicho momento, España se ha adentrado en una peligrosa senda en la que la excepción es argumento suficiente para tensar el derecho de libertad de empresa, positivizado en el artículo 38 de nuestra Carta Magna.
Que el Ejecutivo haya optado por una mayor intervención en la economía, ya no suscita ninguna sorpresa. Tanto las acciones tomadas durante la pandemia, con la limitación del despido, como las decisiones meditadas dibujan un nuevo modelo económico con mayor planificación pública.

En el ámbito salarial, España ha subido el salario mínimo interprofesional (SMI) un 52,6 por ciento entre 2016 y 2022, hasta llevarlo al 54 por ciento del salario medio, por encima de países como Alemania, que lo tiene en el 41 por ciento o Francia, en el 47. La decisión de subir el salario mínimo corresponde al Ejecutivo, si bien, según reza el Estatuto de los Trabajadores en su artículo 27, se debe tener como referencia cuatro parámetros: la productividad, el PIB, la inflación y la evolución del empleo. La productividad lleva años en negativo, mientras que la economía todavía no ha recuperado su nivel previo a la pandemia.

Y, mientras que los argumentos se pueden politizar, en economía caen por su propio peso. En los últimos 5 años, de 2016 a 2021, la subida del SMI ha impedido la creación de 161.000 empleos. Pero, no solo eso. Las consecutivas alzas han influido en la conformación de los salarios en las empresas, en especial en las de menor tamaño al tener menor capacidad. Por ejemplo, se ha observado un desplazamiento ascendente en las tablas salariales incidiendo en mayor medida en los tramos inferiores. En la pequeña empresa el SMI roza el 70 por ciento del salario medio, aumentando esta cifra en el sector servicios, donde supera el 80 por ciento en 7 comunidades autónomas.

Al final una subida tan drástica tiende a la homogeneización de los salarios en algunas actividades y provincias socavando la meritocracia.

Hacer de España un país más rico, con salarios más altos y con un Estado de Bienestar fuerte que garantice la cohesión social no es solo objetivo del Ejecutivo, también lo es del mundo de la empresa. Los empresarios queremos una España próspera, con oportunidades de futuro y sin desigualdad. Pero no compartimos el camino elegido por el Gobierno para conseguirlo. Solo se podrá distribuir riqueza si se genera riqueza y eso pasa por la empresa. Una empresa fuerte genera más empleo, más recursos y más estabilidad.

A día de hoy, la empresa española adolece de menor productividad que la europea. Esta cuestión está intrínsecamente relacionada con el tamaño. Mientras que aquí la empresa tiene de media a 4,7 trabajadores, la empresa británica supera los 9 y la alemana, los 12. En definitiva, España es un país de microempresas. Su estructura las hace más vulnerables, aprovechan de manera limitada las economías de escala, exportan menos, se financian peor y tienen menos capacidad para invertir, innovar y ofrecer mejores salarios, lo que les dificulta la captación y retención de talento. En conclusión, la pequeña empresa es casi 3 veces menos productiva que la grande.

En los últimos 5 años, de 2016 a 2021, la subida del SMI ha impedido la creación de 161.000 empleos

Gerardo Cuerva

Por tanto, si fomentamos el tamaño de las empresas mejoraremos nuestro tejido productivo. De hecho, si adecuáramos el tamaño de la empresa a la media europea, el PIB aumentaría en 5,2%, crearíamos 1,2 millones de empleo y recaudaríamos 20.000 millones más en impuestos sin aumentar la presión fiscal.

Es decir, hay otro camino y este pasa por ser más productivos. Si nos fijamos en los países del norte de Europa, tenemos un buen ejemplo. Los amplios sistemas de bienestar de estos países, con los que España se compara, fueron creados a partir del fomento de sus economías. Aunque en algunos casos obligados por la propia presión de su entorno, primero trabajaron para ser más competitivos y sobre esta base de riqueza asentaron los pilares de los Estados de bienestar de carácter universal, gestionado, por supuesto, con criterios de eficiencia y eficacia para sostenerlos en el tiempo.

La economía española en cambio lleva décadas estancada. El PIB apenas ha avanzado del nivel marcado en 2007, mientras que la productividad se ha mantenido con crecimientos muy moderados desde 1995.

Por tanto, el único camino para que el futuro de España sea próspero pasa por la empresa para así dinamizar la economía. Para ello, hagamos un entorno favorable a la empresa dejando, por ejemplo, de incrementar la presión fiscal. Según datos del IEE, la presión fiscal de la empresa es un 27,2 por ciento mayor a la media europea. Y no solo la presión fiscal, empecemos también por dar un paso atrás en la intervención de la economía.

Este artículo pertenece al nuevo número de la revista mEDium 10: ‘Economía de Guerra’, cuya versión impresa puede comprarse online a través de este enlace: https://libros.economiadigital.es/libros/libros-publicados/medium-10-economia-de-guerra/