Dorian Gray en Waterloo

Lo que está obteniendo Puigdemont por haber dejado vendidos a sus encarcelados correligionarios, es lo mismo que Dorian Gray negoció con el diablo

Fausto primero, y Dorian Gray después, vendieron su alma al diablo principalmente para dedicarse a la satisfacción de los sentidos, a tiempo completo. En cambio, el astuto Carles Puigdemont, a quién vendió fue a sus compañeros del Govern, a cambio de poder disfrutar del hedonismo político en su casa de solaz de Waterloo.

Otra diferencia con Fausto y Gray, es que Puigdemont no muestra síntomas de sufrir conflictos existenciales, fruto de dilemas morales, gracias a que tuvo la precaución de dejar todo atisbo de mala conciencia en su despacho sellado del Palau de Sant Jaume, para que en su día la custodiase Torra, junto a la demás parafernalia y casquería post-republicana.

Al igual que Gray, Puigdemont está obsesivamente entregado a sus pasiones, hasta tal punto que excluye de su conducta cualquier juicio ético

Sin embargo, en lo sustancial, lo que está obteniendo Puigdemont por haber dejado vendidos a sus encarcelados correligionarios, es lo mismo que Dorian Gray negoció con el diablo; pasarle el marrón al cuadro de vida que les espera a los imputados por el Tribunal Supremo, a fin de que Puigdemont pueda seguir narrando impunemente sus aventuras por vídeo-conferencia a sus 987.000 incondicionales, cual plasmático barón de Münchhausen.

No obstante, la obra de Óscar Wilde nos cuenta que el retrato de Gray comenzó a decaer palpablemente cuando éste rechazó a Sybil Vane, después de haberle llenado la cabeza de pájaros con promesas de amor, cuyo incumplimiento llevó al suicidio de la candorosa Sybil.

A pesar de que Puigdemont no crea, como Abraham Lincoln, que no se puede engañar a todo el mundo todo el tiempo, es razonable pensar que la candidez de los suyos tenga fecha de caducidad, y que una vez que las sentencias del Tribunal Supremo sean firmes, sus antiguos compañeros empiecen a pensar más en clave de lo que le pasó a Julio César durante los idus de marzo que en la dudosa épica del cruce del Rubicón por Puigdemont a bordo de un maletero.

Puigdemont tampoco carece de cortesanos que le bailan el agua sin escrúpulos, entre los que destaca por su particular dureza facial Gonzalo Boye

Al igual que Gray, Puigdemont está obsesivamente entregado a sus pasiones, hasta tal punto que excluye de su conducta cualquier juicio ético, creyéndose tal vez inmune del riesgo de agotar la aparentemente inagotable resiliencia del culto a la personalidad que le profesan sus seguidores.

La personalidad de Puigdemont está tan inclinada sobre sí misma, que, tal y como dijo Albert Camus, bien puede acabar perdida en un remolino vertiginoso provocado por una oleada de desengaños.

Pero mientras ese momento llega -y llegará sin remedio, como bien podría ratificar Julian Assange– fascina ver cómo cuanto más inconsciente -y por lo tanto histriónica- es su retórica, tanto mayor parece ser el aplauso eufórico con el que responden sus acólitos, que no solo se sienten exentos de adaptarse a la realidad, sino que viajan miles de kilómetros para figurar en el retrato.

Las excentricidades de Puigdemont

Contaba en sus memorias otro Albert, esta vez Speer, prominente jerarca nazi, que cuando a Hitler -que creía compartir ángel de la guarda que Federico II de Prusia– le llegaron noticias del fallecimiento de Rooselvelt, le entró un arrebato de confiado optimismo secundado por su más íntimos corifeos, basado en el convencimiento de que la historia del milagro de la Casa de Brandeburg de 1762 realmente se iba a repetir, y que los rusos, que ya estaban  a tiro de mortero del bunker del Führer, iban a ser derrotados con la complicidad de la Providencia.

Puigdemont tampoco carece de cortesanos que le bailan el agua sin escrúpulos -entre los que destaca por su particular dureza facial Gonzalo Boye.

Así las cosas, y dados los antecedentes conductivos que recoge la biografía autorizada de Puigdemont -quien usa en Twitter el mismo acrónimo que Carlomagno, KRLS– como volar a París para llegar a Madrid por la puerta de vuelos internacionales, o pasar exclusivamente por debajo de los peajes de autopista rotulados en catalán -según él por si les contaban- todo apunta a que sus cuestionables hábitos de higiene mental llevarán a que lo de Waterloo acabe como la novela de Wilde.

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