Dos visiones de la historia de Cataluña

Es hegemónica en nuestros días la corriente historicista catalana sobre el siglo XVIII –guerra de Sucesión y absolutismo borbónico– que representan aquellos historiadores que parten del axioma de que en 1714 perdieron los buenos catalanes, demócratas y modernizadores, frente a una España castellana retrógrada, uniformista y autoritaria. Simplificando: el bando austracista era el bueno y el borbónico era el malo; los catalanes que apoyaron a Felipe V fueron unos traidores (botiflers).

El rey borbón suprimió las Constituciones catalanas, no como represalia por la ruptura por parte de los catalanes del juramento de fidelidad al nuevo monarca en las Cortes de Cataluña de 1701, dicen, sino que el nieto de Luis XIV de Francia ya contaba desde el principio con acabar con el régimen federal y paccionado de la Corona de Aragón, por lo que tenía decidido incumplir sus compromisos de respetar las libertades catalanas, las costumbres y la lengua, y la guerra fue sólo una excusa para ejercer la represión. Las Constituciones de raíz medieval, aunque deterioradas, seguían siendo plenamente útiles y apropiadas para que Cataluña alcanzara la modernidad y el progreso económico, y la Casa de Austria las iba a seguir respetando, argumentan.

En cuanto a la recuperación económica que experimentó el Principat durante el siglo XVIII, en opinión de esta corriente de historiadores, no debe nada al reformismo de los ministros borbónicos, sino que se debía, única o principalmente, al esfuerzo y la iniciativa de los emprendedores catalanes. Si acaso, las reformas borbónicas fueron a remolque de la prosperidad catalana, cuyo despegue había empezado bajo el último rey de la Casa de Austria (Carlos II). Los hay quienes dudan incluso de que la decisión del borbón Carlos III de abrir los mercados americanos a los ciudadanos de la Corona de Aragón fuera tan significativa como se había creído para esa recuperación de la economía catalana que la situó a la vanguardia de España.

Esta visión filoaustracista de la historia de Cataluña es la que alimenta al nacionalismo catalán y, en particular, al soberanismo independentista de nuestros días. Ahí están los fastos del tricentenario y el enfoque del museo del Born. Aunque los autores son en muchos casos de izquierdas, coinciden en sus conclusiones e interpretaciones con políticos conservadores como Jordi Pujol y Enric Prat de la Riba, que las han utilizado como guías para su actuación política.

Pero no todos los historiadores de Cataluña lo ven exactamente así. Es el caso, entre otros, de Pierre Vilar, Carlos Martínez Shaw, Ricardo García Cárcel, Roberto Fernández y Manuel Peña Díaz. Martínez Shaw, historiador sevillano radicado durante muchos años en Catalunya (fue profesor en la Facultad de Historia de la UB, a cuyas clases asistí) parte de una metodología marxista heredada del gran historiador francés Pierre Vilar (Catalunya dins l’Espanya moderna).

Para el autor hispalense el absolutismo reformista de los borbones representaba una corriente racionalista y modernizadora dentro de la historia universal, que ayudó a progresar a una monarquía que los Austria habían dejado malparada. Y aunque sitúa en la propia sociedad catalana al principal protagonista de los avances y prosperidad del siglo, opina que el reformismo racionalizador desde Felipe V hasta Carlos III fue favorable en bastantes aspectos a los intereses de la sociedad catalana a pesar de la Nueva Planta.

El crecimiento de las fuerzas productivas y la creatividad cultural –pese a los intentos, constantes aunque finalmente fallidos, de castellanizar el país marginando la lengua catalana– se logró pese a haber perdido la organización política tradicional de la Corona de Aragón, foral y democrática aunque estamental. Un sistema que, escribe Martínez Shaw, era menos idílico de lo que se ha dicho.

Tampoco cree que el pretendiente austríaco hubiera sido un monarca menos absoluto que Felipe V. No cree que Felipe V tuviera desde el principio la intención de acabar con el sistema político de la monarquía compuesta o federal de los Austria, sino que fue una venganza (en todo caso excesiva e irracional, porque había sido una guerra civil y no una guerra entre reinos) por la ruptura del juramento de fidelidad de las Cortes de Cataluña. Una ruptura que Martínez Shaw atribuye a los intereses de una parte de la burguesía comercial barcelonesa que deseaba eliminar la competencia francesa y aliarse políticamente con ingleses y holandeses, más proclives a sus intereses de libre comercio y a su visión geopolítica de España. Por el contrario, la opción borbónica era levantar una monarquía fuerte que garantizara mejor los mercados propios, asegurara en exclusiva los mercados coloniales y reforzara a la incipiente industria textil catalana.

Años atrás Pierre Vilar había escrito que los organismos tradicionales de autogobierno destruidos por la Nueva Planta eran «a menudo decadentes, osificados, que no representan sino unas oligarquías atrasadas y tradicionales, no creadoras, y vinculadas a veces a puros privilegios de precedencia». Y en otro momento escribió: «Considerada desde una perspectiva amplia y lejana, la Guerra de Sucesión consistió de hecho en la lucha entre aquellas antiguas estructuras y un Estado moderno que pugnaba por implantarse». Para Vilar, el crecimiento económico catalán en el XVIII se debió a diversos factores: la expansión económica internacional, la recuperación económica autóctona iniciada a finales del XVI, la acción emprendedora de la sociedad catalana y también el reformismo absolutista, que no hay que confundir con el centralismo político.

En lo que todos podemos estar seguros es que los borbones no lograron solucionar el problema de la organización política de España. Aún estamos en ello.

(Para una aproximación al debate historiográfico sobre este período: Fernández, Roberto. Cataluña y el absolutismo borbónico. Ediciones de la Universitat de Lleida / Editorial Planeta. Barcelona, 2014, de donde proceden la mayoría de citas de este texto.)