El diluvio legislativo de los políticos sepulta al pueblo llano

Este año que ahora termina ha vuelto a ser otro delirio en materia de producción legislativa. Hasta el 27 de diciembre, el Boletín Oficial del Estado lleva publicada la friolera de 170.000 páginas de prosa árida e insulsa, 20.000 más que el ejercicio anterior.

Semejante tsunami legal, debidamente archivado en una estantería, ocuparía nada menos que 170 tomos de mil páginas cada uno. El asunto no resulta baladí, dado que el BOE es sin duda el órgano más influyente de todo el escenario mediático nacional.

Pero esa mareante cifra no abarca ni de lejos todo el arsenal normativo que soportan las espaldas del pueblo soberano. Hay que añadirle el Diario Oficial de cada autonomía y el Boletín Oficial de cada una de las provincias, que vomitan sobre los contribuyentes otra rociada indigerible de disposiciones. Más otro torrente, cada vez más caudaloso, emanado de la Unión Europea para todo el territorio común.

Y aún me dejo en el tintero el Boletín Oficial del Registro Mercantil, conocido como Borme. No contiene preceptos propiamente dichos, pero es de forzosa lectura para todos los actores de la vida económica del país. Incluye una caterva insondable de actos inscritos por las sociedades mercantiles, entre ellos nombramientos y ceses de administradores y apoderados, convocatorias de juntas de accionistas, fusiones, absorciones, escisiones, aumentos y reducciones de capital y la turbamulta de vicisitudes de todo pelaje que ocurren a diario en la vida societaria. Cuando todavía quedan unos días para concluir el año, el Borme de marras lleva largadas nada menos que 76.000 páginas.

Año tras año, los boletines oficiales superan sus anteriores marcas. No parece sino que nuestros gobernantes hayan llegado a la conclusión de que los problemas existentes, nada livianos por cierto, se arreglan a golpe de ordenanza. Hace pocas semanas, el Gobierno anunció su intención de poner coto a las regulaciones autonómicas que obstruyen el libre comercio. Con tan loable propósito, los funcionarios se pusieron a trabajar en el desbroce del inextricable cuadro de cánones en vigor. Han descubierto la pervivencia de nada menos que 2.700 leyes e instrucciones varias que constriñen en mayor o menor grado al mercado español. De ellas, 700 provienen del Gobierno central y las 2.000 restantes, de las comunidades autónomas.

Item más. Los probos servidores del Estado han dado en averiguar que desde 1978 hasta nuestros días, entre el Gobierno y las autonomías han gestado nada menos que 120.000 leyes, dos tercios de ellas a cargo de las regiones.

Poda draconiana

Urge sin más demoras una tala con motosierra de este enmarañado y asfixiante bosque de promulgaciones. Es preciso que haya pocas leyes. Pero que se cumplan a rajatabla, cosa que ahora no ocurre. A la vista está que se vulneran con todo descaro, comenzando por ese seráfico mandato constitucional que consagra la igualdad de los ciudadanos ante la ley.

La Carta Magna puede pregonar lo que quiera, pero al común de los mortales nadie le quita la sensación de que los políticos, los plutócratas y determinadas oligarquías escapan olímpicamente a esa regla y se consideran a sí mismos por encima del bien y del mal. La historia se repite. Ya en la Atenas de Solón se proclamaba que las leyes son “como las telas de araña, que apresan a los bichos pequeños pero dejan escapar a los grandes”.

La profusa fronda de normas imperante está acogida a las vetustas exhortaciones de nuestro código civil napoleónico, uno de cuyos primeros artículos establece que la ignorancia de las leyes no excusa de su cumplimiento. Lo que no podían imaginar los autores del venerable texto es que, corriendo el tiempo, las administraciones públicas iban a meter la nariz hasta en la sopa de los ciudadanos y reglamentarían de forma extenuante los reductos más recónditos de la vida pública y privada de todo bicho viviente.

El civilista Federico de Castro proclamó a mediados del siglo pasado que la abundancia de las leyes se mitiga con su incumplimiento. Al decir de otro jurista de nota, italiano por más señas, “las leyes son como el papel moneda: cuanto mayor es el número de leyes que hay en circulación, menos valor tienen”. Mucho antes, el filósofo Descartes ya pontificaba que «los Estados mejor organizados son los que dictan pocas leyes, pero de rigurosa observancia».

A raíz de la adhesión del Reino Unido al tratado de Roma, un diario londinense echó cuentas: «El Padrenuestro –en versión inglesa– contiene 56 palabras. Los Diez Mandamientos, 297. La declaración de la independencia americana, 300. Las normas de la UE sobre exportación de huevos de pato, cerca de 27.000”.

Pedir mesura, cordura y seny a los políticos es como invocar un milagro. Pero nos encontramos en época navideña. Por ello, vamos a expresarles nuestros mejores deseos de enmienda a ver si de una vez por todas taponan su desbocada hemorragia reglamentista.