El Gobierno de Pedro Sánchez va sin frenos 

El Gobierno de Sánchez no debería olvidar que en el subconsciente de muchos españoles de cierta edad pervive aún el espíritu de la Transición

Fue José Luis Rodríguez Zapatero quien impuso el criterio de llamar franquistas a quienes no pensaban como él y progresistas a quienes coincidían en algo tan simple como impedir que la derecha, es decir, que el PP, gobernara. Es igual que fueran irredentos independentistas odiadores de todo lo que suene a España, filoterroristas, marxistas, comunistas de nuevo cuño o nacionalistas de oscuro pasado. Todos sumaban. Y suman. Forman la figura conocida como el “Frankenstein” político que el sucesor de ZP, Pedro Sánchez, ha ensamblado con maestría. Ya lo decíamos hace unos días: “Frankenstein vive, la lucha sigue”. Y vaya si sigue. 

Desde que ZP colocara las piezas y Pedro Sánchez las soldara con el soplete de Mónica Oltra la sociedad española se ha vuelto a dividir en dos: la que corre atemorizada delante del monstruo y la que, colocada detrás, le azuza para que siga la desbandada de quienes huyen sin saber adónde. En España ya no hay más opciones. O te colocas a un lado o te pones en el otro. Les pasa a los catalanes, a los vascos, a los madrileños, al propio PSOE, al feminismo, a la Prensa y al Tribunal Constitucional. Esto no va de ir con Francia o con Argentina en la final del Mundial. Si el fútbol es la guerra por otros medios, no digamos entonces la política en nuestro país.  

La división de la sociedad como estrategia política debe tener un límite. Y aquí estamos a punto de sobrepasarlo. Por el bien de España y para evitar la corrupción se echa al PP del Gobierno con una moción de censura pactada con quienes lo último que desean es el bien de España y luchar contra la corrupción. Dividir al adversario como estrategia se emplea desde antiguo y no merece ningún reproche.

Pero dividir a la sociedad de tu país es jugar con material altamente inflamable. Se puede sacar el cadáver del dictador para intentar pasar a la historia; pactar los presupuestos y la salida de la Guardia Civil de Navarra con quienes no condenan la violencia terrorista; entregar el Sahara a Marruecos; indultar a los sediciosos; eliminar el delito de sedición, reformar el de malversación… Y así, un suma y sigue de decisiones que, mal que bien, una sociedad democrática asume como parte del precio que hay que pagar entre cita y cita con las urnas. 

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y la vicepresidenta primera y ministra de Asuntos Económicos, Nadia Calviño. EFE/Kiko Huesca

Pero lo que el Gobierno de Sánchez no debería olvidar es que en el subconsciente de muchos españoles de cierta edad pervive aún el espíritu de la Transición. La idea de insistir en lo que nos une y rechazar lo que nos separa como base para la convivencia. No se puede salir, como ha hecho Felipe Sicilia, el diputado que preside la Comisión de Justicia del Congreso, diciendo que “la democracia solo ha estado en peligro con la derecha: En el 36 con un golpe militar, después con Tejero en el 81 y ahora con el PP y las togas”. O como ha dicho el propio Patxi López, tachando al PP de tener un carácter “radicalmente antidemocrático”. Parece como si no le perdonara al PP haberle hecho Lehendakari. 

Composición del Tribunal Constitucional

Esa no puede ser la reacción al recurso de amparo presentado por el PP. Un recurso que no cuestiona la inconstitucionalidad del proyecto para la reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial y la del Tribunal Constitucional, sino la del acto mismo de su tramitación. Porque no hay que ser jurista ni entendido en leyes para percibir lo que se esconde detrás de las prisas del Gobierno para cambiar la composición del Tribunal Constitucional: la exigencia de sus socios independentistas para garantizarse la parcialidad de los nuevos integrantes de este órgano judicial.

Con el Constitucional bajo control no habría castigo por sedición y la malversación dejaría de ser un serio obstáculo. Como dijo hace poco el presidente del PNV, Andoni Ortúzar, “para rehabilitar hay que quitar la espada de Damocles de una posible condena, y esto servirá para la normalización política de Cataluña”. 

Es como decir que para que un automovilista respete los límites de velocidad lo mejor es quitar las multas. Y hacia eso vamos. Hacia un Estado de derecho sin multas y sin señales de limitación. Por lo menos en las carreteras por las que Frankenstein sigue circulando sin frenos