El golpe tácito en España

El futuro de España pasa por superar el pasado que nos invade. Esa dinámica frentepopulista, neoguerracivilista, sesentayochesca, antifranquista y populista que hoy, como si del retorno de los brujos se tratara, nos acecha.

Un país difícilmente puede tener futuro cuando se pretende hacer tabla rasa de una Transición que nos ha conducido a una democracia perfectamente homologable; cuando reaparecen actitudes totalitarias —da igual que los encapuchados sean pardos o rojos: tal para cual– que impiden que unos ciudadanos tomen la palabra en la universidad o en cualquier otro lugar.

Cuando se inventa una neolengua de matriz orwelliana —«casta», «neofeudalismo», «sustracción de la democracia», «verdadera democracia», «derecho a decidir» y un largo etcétera– que mistifica, tergiversa y disminuye la realidad y el campo y el ámbito del sentido; cuando se usa y abusa de la emoción y el sentimiento, se adoctrina hasta la náusea y se transforma al adversario en enemigo.

Cuando el Parlamento deviene un circo en donde los promotores del cambio escenifican una comedia de sal gorda impropia, incluso, de la sociedad del espectáculo en la cual vivimos; cuando los políticos populistas, instalados en su ínsula barataria, se victimizan afirmando sin recato que están «dispuestos a ir a la cárcel» por convocar un referéndum ilegal, que busca la confrontación con el Estado con el objetivo de obtener réditos políticos, electorales y simbólicos.

Cuando el nacionalismo totalista catalán y el nacionalismo totalista de la Fundación Francisco Franco se ofenden por una exposición en que se muestra una escultura ecuestre de Franco decapitado que, finalmente, es ajusticiado y derribado por unos personajes de cómic en esa ciudad de los prodigios que es la Barcelona en donde «el cambio no para».

Cuando se ocupa la calle para desestabilizar y deslegitimar el sistema democrático rodeando el Congreso con el falaz argumento de una investidura ilegítima; cuando se incumplen las resoluciones de los altos tribunales y, en el mejor de los casos, se incurre en fraude de ley; cuando quienes incumplen la ley son recibidos como héroes o mártires de la causa sagrada; cuando se resucita virtualmente el franquismo para presumir de antifranquista cuarenta años después de la desaparición del dictador y colgarse en el pecho la medalla correspondiente.

Cuando reaparecen ideas que desprecian los valores fundamentales de la sociedad abierta y se desdeña y ridiculiza la lealtad constitucional e institucional; cuando retornan los perdedores de la Guerra Fría que hace años nos querían conducir de la dictadura franquista a la dictadura comunista; cuando predomina el discurso del «no» cuya alternativa bien puede resumirse en aquellos graffitis de las paredes del 68 parisino donde, entre otras lindezas, se podía leer «acumulen rabia», «civismo rima con fascismo», o «la política pasa por la calle». Y podría seguir.

Para tener futuro, España –por utilizar la terminología médica– debe superar el síndrome de 1934 y el síndrome de 1968.  El síndrome de 1934 o la creencia según la cual únicamente la izquierda de verdad tiene la legitimidad política, mientras la derecha, el centro liberal y la socialdemocracia son accidentes políticos que hay que superar.

El síndrome de 1968 o la erosión de determinados valores democráticos que se constata en la máxima soixante-huitard –con performances y happenings incluidos– del parisino «digan siempre no por principio». A ello, cabe añadir el «síndrome de la nación elegida» (la expresión es del historiador John Elliott) que encarna y manifiesta el nacionalismo catalán.

El politólogo e historiador Samuel E. Finer, en Los militares en la política mundial (1962), habló de la existencia de un «golpe de Estado tácito» cuando el Estado y los gobernantes –previamente debilitados y desestabilizados por el activismo- acaban cediendo y acatando las exigencias de algún grupo de presión.

De esta manera, puede instaurarse una «dictadura soberana» (Carl Schmitt), que encontraría su legitimidad en el bien público, aunque se trate de «un tipo de mandato que, por principio, es independiente del consentimiento o la comprensión del destinatario y que no espera su aprobación» (La dictadura, 1921).

Veamos. ¿Legitimidad? ¿Bien público? ¿Revolución democrática? Lo contrario es cierto. Cesarismo, bonapartismo e involución antidemocrática. Conviene recordarlo frente a los aprendices de brujo que nos rodean. Rodear: cercar algo cogiéndolo en medio.

Como todo, o casi, está inventado, me permito citar a un clásico del pensamiento occidental. Esto decía Cicerón hace 22 siglos: «pro legibus, pro libertate, pro patria». Pues eso, una patria –Estado, nación, país– entendida como sinónimo de libertad y ley.  Y las palabras del antropólogo y folklorista Julio Caro Baroja, que resuenan en el oído: «Mire, joven… lo único que se me ocurre es enviar allí trenes llenos de psiquiatras».

Porta Perales, escritor, acaba de publicar Totalismo, en ED Libros.

Licenciado en Filosofía y Letras. Ensayista, articulista, columnista, comentarista y crítico de libros
Miquel Porta Perales