El éxodo barcelonés

La Generalitat, tanto la pujolista como posteriormente la socialista, destinó no pocos recursos a la discordia y el enfrentamiento

Barcelona fue símbolo de convivencia, modernidad y dinamismo. Alcanzó su cénit con unos Juegos Olímpicos cuyos valores fueron desvaneciéndose con el paso del tiempo. La clave del éxito fue una esplendorosa combinación de competencia y colaboración. Lo público no se imponía a lo privado; ni la ideología, a la realidad. El mundo nos miraba y nos admiraba. Sin embargo, ciertas élites políticas se embriagaron de narcisismo y no supieron gestionar la resaca olímpica. No era fácil, ciertamente, pero lo hicieron rematadamente mal.

La ciudad bailaba al ritmo rumbero del Amigos para siempre, pero el nacionalismo ya estaba subvencionando la enemistad entre catalanes. Ya estaba incubando el proceso separatista. La Generalitat, tanto la pujolista como posteriormente la socialista, destinó no pocos recursos a la discordia y el enfrentamiento. Fue un populismo de manual impulsado desde el poder político: se señalaba a España como enemigo para así endeudar y robar impunemente.

Tanta irresponsabilidad no saldría gratis. Y, claro, al final del camino no encontramos la independencia, sino la decadencia. Cataluña dejó de ser admirada. La épica apagó el seny. Entre la inseguridad jurídica y la polarización social, se perdieron inversiones y oportunidades. Además, se produjo un fenómeno tan silencioso como devastador: el éxodo. Aún hoy lo sufrimos. No se trata solo de la marcha de empresas, sino de la fuga de mucho talento y de miles de familias.

El proceso separatista no solo fracturó la sociedad catalana, sino que dinamitó la confianza empresarial. Desde 2017, más de 8.700 empresas han abandonado Cataluña. Optaron por trasladar su domicilio social ante el aislamiento económico que prometía la deriva secesionista. Y siguen yéndose como si nada hubiera cambiado. La promesa de un regreso empresarial con el cambio de gobierno autonómico resultó ser otra mentira socialista. Una más.

La confianza, una vez rota, no se recupera con gestos o discursos. El tejido productivo, motor de la prosperidad barcelonesa, necesita mucho más que buenas palabras. Necesita, sobre todo, buenas políticas. Algo que no se encuentra con un Salvador Illa que, en líneas generales, poco se diferencia del gobierno de ERC. En economía son un calco: impuestos elevados y regulaciones excesivas. ¿Qué incentivos tienen para volver aquellas empresas que han probado las políticas liberales de la Comunidad de Madrid, la Comunidad Valenciana, Andalucía o Galicia?

Algo que no se encuentra con un Salvador Illa que, en líneas generales, poco se diferencia del gobierno de ERC

Con todo, Barcelona no solo sufrió el proceso separatista, también se degradó por las políticas de Ada Colau. Demasiado populismo. La suciedad, el incivismo y la inseguridad convirtieron la decadencia en una lamentable experiencia cotidiana. Las calles se degradaron ante nuestros ojos. La proliferación de plagas y el abandono del mobiliario urbano son ya parte del paisaje urbano. La inseguridad tampoco desciende ahora con Jaume Collboni. Dicen que bajan los hurtos, pero la realidad es que la grandísima mayoría de víctimas ya no denuncia.

También maquillan los datos del precio de la vivienda. Barcelona no solo es más insegura, es también más cara. La izquierda ha hecho bandera de la lucha contra la especulación y la defensa de los más vulnerables, pero sus políticas han provocado los efectos contrarios a los prometidos. Las políticas urbanísticas y de vivienda han acelerado la gentrificación, expulsando a los vecinos de toda la vida de barrios emblemáticos como Gràcia, Sant Antoni o el Poblenou. Según datos recientes del Observatorio del Alquiler, la provincia de Barcelona lidera la destrucción de oferta de viviendas en España. La demanda crece y crece, pero la oferta ha decrecido en casi 50.000 inmuebles en los dos últimos años. Es lógico, por tanto, que los alquileres en la provincia de Barcelona no solo sean los más elevados de España, sino que también marquen máximos históricos, superando los 1.650 euros al mes.

Todo tiene una explicación. En la ciudad, las políticas de Colau, que el PSC mantiene con el apoyo de Junts, están acabando con la oferta de vivienda. La reserva del 30 % para vivienda protegida en las nuevas construcciones y grandes reformas ha provocado que ni se construya, ni se reforme. Pelotazos como la compra de la Casa Orsola o el urbanismo ideológico tampoco ayudan. Se ahuyenta la inversión y se incrementa la desigualdad. La ciudad cada vez más fragmentada, donde los barrios populares pierden su identidad y los vecinos se ven obligados a marcharse.

El éxodo barcelonés también se produce por una fiscalidad poco inteligente. El impuesto de Sucesiones, lejos de ser un instrumento de justicia social, se ha convertido en una trampa que expulsa a los hijos de la ciudad. Muchos barceloneses, al heredar la vivienda familiar, se ven incapaces de hacer frente a la carga fiscal y se ven obligados a vender la propiedad, a menudo a compradores extranjeros. El sueño de transmitir a los hijos el hogar construido con esfuerzo se frustra ante la realidad de un impuesto que penaliza la continuidad familiar.

La mala política es letal. No es suficiente con pasar página del separatismo y del colauismo. Es necesario un cambio de verdad. Las políticas actuales, de degradación urbana y asfixia fiscal, están acabando con la clase media. El desafío es inmenso y exige una reflexión profunda sobre el rumbo que ha tomado la ciudad. Recuperar la confianza, la convivencia y la vitalidad económica no será tarea fácil, pero es imprescindible si queremos evitar que el éxodo se convierta en irreversible. Barcelona no puede permitirse el lujo de perder a sus hijos.

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