El negocio del miedo

La capacidad médica y organizativa frente al coronavirus opera bajo unas condiciones de sensacionalismo cultural y débil pensamiento crítico

La diferencia sustancial entre previos episodios epidémicos, como el sida o el último brote de ébola, y la presente epidemia del coronavirus, es que la ubicuidad de las redes sociales globales ha pasado a formar parte integral del problema.

El efecto multiplicador de información instantánea en bruto ha facilitado la eclosión de mercaderes del miedo, que están sabiendo sacar partido de la cultura de la aprehensión, que ya forma parte de los rasgos sociales del siglo XXI, y está creando un estado de opinión que, paradójicamente, lleva a las autoridades a temer más a la histeria colectiva que al contagio, y que les induce inclinarse por emular el modus operandi chino, que precisamente propició la expansión del brote epidémico.

Aunque China no desconocía las dinámicas de los brotes epidémicos, la renuencia a corregir los errores sanitarios cometidos en la gestión de las enfermedades infecciosas y la regulación de la seguridad alimentaria ha hecho inevitable la pérdida de control de esta nueva cepa, que quisieron combatir con medidas de confinamiento, aislamiento territorial y manipulación comunicativa, propias de la Edad Media.

La penúltima crisis sanitaria china, creada por la expansión del Síndrome Respiratorio Agudo Severo en 2003 –focalizada en la provincia de Hubei, cuya capital es Wuhan– se saldó con 780 fallecidos, y dejó sospechas fundadas de que la gravedad del brote fue atribuible a la falta de transparencia de las autoridades chinas.

Después de 17 años, en un mundo mucho más interconectado y mutuamente dependiente, se repiten los patrones de una respuesta en la que la opaca obsesión por el control social propicia la propagación del coronavirus, que ya ha superado el número de muertes causadas por la epidemia de 2003 y tiene ya alcance global.

Ello ha demostrado que la adopción de medidas de contención propias de los tiempos de la peste negra, y la activación de mecanismos de control estatal que limitan el libre flujo de información dentro y a través de las fronteras del país, han creado las condiciones para el alarmismo y los rumores, causando frustración en las autoridades sanitarias internacionales.

Nos hemos convertido en seguidores en red del culto mediático al ‘Día del Juicio Final’

En el otro extremo de la balanza, la hipertrofia informativa hace más difícil que los gobiernos, los medios de comunicación internacionales y las instituciones supranacionales, sean capaces de responder al coronavirus con autoridad, por lo que el relato de los riesgos reales representados por la expansión del virus ocupa un segundo plano frente a la desinformación interesada.

Ello, a pesar de que la evidencia clínica demuestra que tenemos una capacidad formidable para combatir nuevas cepas de virus, tenemos los recursos y las herramientas técnicas, y los sistemas de advertencia y de seguimiento adecuados para hacer frente al coronavirus; muy superiores a los recursos que estaban disponibles hace solo 25 años.

Pero esta capacidad médica y organizativa se ve obligada a operar bajo unas condiciones de sensacionalismo cultural y débil pensamiento crítico, donde la opinión de un científico vale tanto como la de un lunático con mentalidad conspirativa enfrente de una cámara, haciendo que el auténtico problema en los países desarrollados sea la adicción a noticias, rumores e impulsos que contradicen la anodina versión oficial a la vez que refuerzan tanto los prejuicios raciales y misántropos, como toda suerte de supersticiones, todo ello aderezado por un cinismo cultural que tiene cierto fervor por las calamidades.

Y es que, como parece que no somos capaces de aceptar que vivimos en el momento histórico con mayor paz, salud y esperanza de vida, nos hemos convertido en oteadores de cisnes negros y en consumidores de angustias artificiales.

Nos hemos convertido en seguidores en red del culto mediático al ‘Día del Juicio Final’ y compradores de mensajes que incluyen el catastrofismo climático, la Tercera Guerra Mundial y hasta plagas bíblicas como el coronavirus, con su corolario en forma de crisis económica, que seguimos empeñados en convertir en una profecía autocumplida, haciendo acopio de mascarillas sanitarias y difundiendo paranoia con nuestros teléfonos móviles.