El (nuevo) fin del imperio americano

Occidente parece escindido en clases, identidades y espacios con condiciones materiales y valo-res cada vez más divergentes. Está por ver si el imperio americano volverá a reinventarse o está listo para ceder el testigo a pueblos con menos dudas y más confianza en su porvenir

El 19 de diciembre de 1972 volvían a la Tierra los astronautas de la Apollo 17, la última misión del proyecto que llevó al hombre (americano) a la Luna. La NASA empezaba a ahorrar fondos para destinarlos al futuro programa Shuttle (Lanzadera) y Nixon había intentado cargarse los dos últimos lanzamientos por motivos presupuestarios, aunque consiguieron disuadirle. Quizás más significativo, los espectadores se habían cansado de astronautas y estaban dejando de seguir las misiones por televisión.

Casi dos años antes, Nixon había suspendido la convertibilidad en oro del dólar y había hecho saltar por los aires el sistema monetario de Bretton Woods; antes de un año desde el cierre de Apollo estallaría la crisis del petróleo, que precipitaría el fin del período de mayor crecimiento sostenido e igualación de rentas en Occidente -lo que en Francia se llamó Les Trente Glorieuses. Y en abril de 1975 el ejército estadounidense evacuaba Saigón, escenificando la clausura de su época altoimperial.

Parafraseando al clásico, no debemos preocuparnos por el fin del imperio americano: ya ha sucedido muchas veces. La caída de Kabul se presenta como un acontecimiento epocal, pero las humillaciones a la hybris imperial americana han venido muchas veces de Asia y del orbe musulmán: Vietnam, sí, pero antes Corea, donde MacArthur rozó el desastre ante los chinos; Irán en el 79; Líbano en el 83; y, por supuesto, las Torres Gemelas hace ahora veinte años. Es lícito preguntarse si el actual repliegue americano no es sino otro momento de un proceso más largo de transformación del hegemón desde su punto más alto en la posguerra mundial.

Globalización con efecto dispar

Mi generación asistió, mientras alcanzaba la edad adulta, al fin de la Guerra fría, a la instauración del “Nuevo Orden Mundial”, al mundo unipolar de los 90, al triunfo incontestado del ejército americano en el golfo Pérsico. A la vez, la prosperidad material parecía asegurada, e incluso experimentaría otra vuelta de tuerca con la revolución digital. La fusión fría, la desaparición de los estados-nación e incluso el contacto pacífico con civilizaciones extraterrestres parecían a la vuelta de la esquina. Y la civilización planetaria sería una especie de utopía new age, un guión de Star Trek con delfines parlantes y gente simpática de todas las razas; pero ante todo, y por supuesto, una civilización americana.

Veinte, veinticinco años después, hay que hacer cuentas. La economía del mundo desarrollado nunca se ha recuperado del todo del shock del 73; las estrategias de crecimiento se han basado ante todo en la financiarización; y la globalización ha sacado de la pobreza a millones de personas, sobre todo en las grandes masas asiáticas, pero ha tenido efectos más discutibles en la clases medias occidentales.

La economía digital no parece haber dado aún los frutos fabulados, y hasta ahora se ha basado más en crear herramientas para ordeñar la atención de las masas o facilitar los arbitrajes que en generar empleos o crecimiento a la manera del período anterior. Mientras no se produzcan avances significativos en, por ejemplo, la generación de energía, nuestro mundo parece condenado a tasas de crecimiento mediocres. Se habla del fin de las low hanging fruits (las oportunidades más sencillas para el crecimiento) y de un mundo a la japonesa: envejecido, estancado, apático, endeudado. Es casi seguro que las lavadoras y los ascensores han aportado más a la humanidad que internet.

Las guerras culturales

En el plano cultural y de las mentalidades, la transformación del ser americano es evidente. En 1987 Allan Bloom publicó The closing of the American mind, que sigue reverberando en nuestras discusiones importadas sobre las “guerras culturales”. En la conciencia colectiva de la década se mezclaban la asertividad reaganiana con una conciencia nueva de la debilidad ante los asiáticos: la pujanza económica de Japón es un subtexto frecuente en el cine y la literatura del período, casi siempre en detrimento del hombre corriente, del estadounidense blanco de clase trabajadora al que Bruce Springsteen estaba poniendo sintonía por aquellas mismas fechas.

Tras un breve paréntesis de euforia por el fin de la Guerra fría y la pax clintoniana, la neurosis americana regresa: la ficción desde finales de los noventa, singularmente la audiovisual, ha registrado la angustia y la crisis de confianza del varón de clase media. La llamada edad de oro de las series de televisión ha encontrado sus mejores personajes y argumentos en la exploración de esa crisis a través de figuras arquetípicas del all american man, como Don Draper, o bien tamizadas por la caracterización de género (Los Soprano, Breaking Bad); exploración que ha llegado también a los largometrajes con alguna coartada onírica (El club de la lucha). No en vano Tony Soprano navegaba entre ataques de ansiedad y conflictos familiares con la guía de Gary Cooper: the strong, silent type.

¿Fase o final?

¿Puede una nación providencialista como la americana sobrevivir a sus mitos de progreso? Como en todo Occidente, el país parece hoy escindido en clases, identidades y espacios con condiciones materiales y valores cada vez más divergentes. No pocas energías se siguen empleando en la cuestión racial y en las controversias en torno a un Great Awokening que, como nos recordaba Enrique Díaz en Economía Digital, parece uno de los periódicos “despertares” religiosos americanos

Hay un algo introspectivo, crepuscular, en la vida americana de nuestros días, y el repliegue comercial y militar parece expresión de un agotamiento más amplio. Los Estados Unidos siguen siendo, qué duda cabe, un extraordinario motor de conocimiento, innovación, creación; siguen varios puntos por encima de Europa en vitalidad demográfica y nacional. Está por ver si el imperio volverá a reinventarse en algún momento o está listo para ceder el testigo de la historia a pueblos con menos dudas y más confianza en su porvenir.