Eléctricas públicas y falsas promesas

Más allá del razonable escepticismo sobre la viabilidad de la eléctrica pública catalana, deberíamos cuestionarnos si el papel de las instituciones públicas se limita a contarnos aquello que queremos oír

Somos testigos de una realidad difícil de seguir. En un cóctel de convulsiones económicas, tensiones geopolíticas y preocupaciones climáticas, resulta muy tentador ofrecer promesas ilusorias a la ciudadanía. El actual gobierno catalán resulta tener una gran habilidad en esta disciplina: el espejismo de reconvertir el Instituto Catalán de Finanzas (ICF) como supuesta banca pública o el control de rentas del alquiler para resolver las tensiones del mercado inmobiliario son algunas de sus últimas ocurrencias. 

El último campo de batalla del ejecutivo dirigido por Pere Aragonés es el mercado energético. Un número reducido de centrales hidroeléctricas muy antiguas tienen concesiones caducadas o a punto de finalizar, lo cual en principio obligaría a la Generalitat a decidir si relanzar una nueva concesión para prolongar su vida útil por unas décadas, o acabar así con su recorrido. ¡Pero en algún despacho tuvo lugar un momento eureka!: ¿Y si creamos una empresa pública para gestionar las centrales y aparentamos haber nacionalizado (solo un poquito) el sistema eléctrico catalán para combatir los altos precios de la energía?  

Lo cierto es que dicha elucubración no debería haber pasado de la fase de brainstorming, puesto que tiene lagunas muy importantes. Si la Generalitat opta por únicamente explotar estas centrales hidroeléctricas vintage, sin actuar como comercializadora energética, tendrá dos opciones.

Vender electricidad a la subasta diaria o crear contratos bilaterales

La primera es vender la electricidad producida a la subasta diaria peninsular, lo cual supondrá añadir una gota al océano del sistema eléctrico sin ninguna relevancia en la definición del precio medio diario. Y en caso de que consiguiera incidir en el precio medio diario, estaría subvencionándose la electricidad de todos los españoles. En otras palabras: totalmente insuficiente para abaratar el coste eléctrico a los ciudadanos con dificultades para hacer frente a su factura energética.

La segunda opción es crear contratos bilaterales (llamados PPAs), potencialmente con otras empresas públicas como Ferrocarriles de la Generalitat de Catalunya (FGC) para dotarlas de electricidad barata. Esta es una idea interesante desde la óptica del presupuesto público, pero no lograría, en ningún caso, satisfacer la promesa de ayudar a los consumidores domésticos con menor poder adquisitivo.  

La Generalitat también puede optar por un planteamiento más ambicioso y crear al mismo tiempo una comercializadora eléctrica. El problema es que, en este caso, sería necesario comprar también energía a la subasta diaria – energía que se adquirirá al precio de mercado definido en cada momento, lo cual – de nuevo – no resultará útil para aliviar la pobreza energética. Dicho de otro modo, si se trata de una empresa generadora de energía, ¿cómo va a poder bajar los precios de la luz si los costes que asumir son los mismos que los de las otras empresas competidoras? ¿Asumiendo pérdidas?  

Estas problemáticas no son nuevas en nuestro país: la ciudad de Barcelona ya cuenta con una eléctrica pública desde hace varios años, Barcelona Energía

Estas problemáticas no son nuevas en nuestro país: la ciudad de Barcelona ya cuenta con una eléctrica pública desde hace varios años, Barcelona Energía, que ha resultado un experimento útil para hacer aflorar los retos descritos anteriormente. En este caso la empresa era productora – TERSA, la incineradora del Besós que irónicamente está juzgándose por presuntamente superar los umbrales permitidos de polución – y comercializadora a la vez. Pese a costar más de dos millones de euros en 2020 a los barceloneses, con pérdidas de explotación de casi cuatro millones de euros, Barcelona Energía no ha conseguido mejorar las tarifas de los competidores privados: en algún caso ofrece precios incluso un 17% superiores a las tarifas de comercializadoras privadas.  

Más allá del razonable escepticismo sobre la viabilidad de la eléctrica pública catalana y su utilidad para atajar la pobreza energética, deberíamos cuestionarnos si el papel de las instituciones públicas se limita a contarnos aquello que queremos oír. En momentos de complejidad, más que nunca, deberían evitarse las simplificaciones populistas. En caso contrario, constatado el fracaso, resultará muy complicado gestionar la frustración colectiva.

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