En tiempos de empobrecimiento y turbulencia

Hay que aceptar el hecho de que nos hemos empobrecido, y que habrá que repartir sacrificios. Habrá que elaborar un programa realista de reequilibrio de las finanzas públicas a medio plazo, que conllevará sacrificios

“En tiempos de turbulencia, no hacer mudanzas” (Ignacio de Loyola). Resulta muy complicado encontrar un momento más turbulento en los últimos años que los que estamos viviendo. En estas circunstancias se presentó el libro blanco para la reforma del sistema fiscal. España necesitaba y sigue necesitando reformar su sistema fiscal, pero, quizás no sea el momento…

Empecemos por el principio, los impuestos sirven, fundamentalmente, para recaudar los fondos necesarios para pagar el gasto público. Desde 2007, las Administraciones Públicas españolas no cierran un ejercicio con superávit. En consecuencia, la deuda pública ha ido escalando desde un 36% del Producto Interior Bruto (PIB) hasta, incluso, superar el 120% del PIB. Este desequilibrio estructura se puede abordar básicamente, de una forma ortodoxa, subiendo impuestos, reduciendo gastos, o con una combinación de ambos sistemas. Ésta es una decisión política, y ambas vías tienen costes.

Lo más importante es que la situación económica no es la de hace dos años, ni tampoco la de hace dos semanas. Por una parte, la Pandemia ha ocasionado muchísimas muertes, además de un daño importante a la economía. Todavía no hemos recuperado el PIB que teníamos antes de la Pandemia. Esto en parte es coyuntural, aunque no sabemos todavía qué parte de los daños económicos son estructurales.

Lo que sí tenemos claro es que debemos más: durante estos dos años, buena parte del coste se trasladó al Sector Público y al futuro: no había más remedio. Un ejemplo obvio fue la política de los famosos expedientes de regulación temporal de empleo (ERTEs): el Estado pagó a muchos empleados que no podían trabajar. Esto mantuvo la demanda y permitió que muchas empresas sobreviviesen, pero obviamente se pagó emitiendo más deuda pública.

Este coste, derivado del mayor endeudamiento público todavía no lo hemos percibido. La razón es que la política monetaria ultra expansiva del Banco Central Europeo (BCE), comprando masivamente deuda pública, permitió reducir el coste de financiación de todos los agentes económicos, empezando por los Estados. Esto permitió ganar tiempo, pero, las consecuencias económicas de la invasión rusa de Ucrania lo han acortado. Ya teníamos inflación antes la guerra en Ucrania, pero ahora, los precios energéticos se han disparado aún más.

“Hay empresas que no están pudiendo trasladar a precios el incremento de los precios que pagan por la energía, y también otras materias primas que se han encarecido. Esto supone un deterioro de los márgenes que puede acabar en despidos o cierres”

Francisco de la Torre

Lo primero que hay que tener claro es que una crisis energética supone empobrecimiento para todos los países importadores de energía. Como el gas y el petróleo los tenemos que importar, que aumente su precio supone trasferir renta al exterior. Y llueve sobre mojado, porque la Pandemia también supuso empobrecimiento, al tener que cerrar buena parte de la actividad económica durante mucho tiempo. Además, como explicaba antes, tenemos mucha más deuda pública. Conforme vayan subiendo los tipos de interés, aumentará el gasto financiero que tiene que asumir el Estado.

Los dilemas a los que se enfrenta cualquier propuesta de reforma fiscal son importantes. En primer lugar, tenemos un problema de empobrecimiento. Esto significa que una subida de impuestos, o también un recorte del gasto público, pueden llevar a un menor crecimiento. Pero, por otra parte, se necesita financiar un gasto público, que en ausencia de otras medidas irá creciendo. Esto ya venía sucediendo con el gasto en pensiones por razones demográficas, fundamentalmente, y también del mercado de trabajo. Recordemos que las pensiones son el principal gasto público porque ascienden a más de un tercio del gasto total. Además, mantener el poder adquisitivo de los pensionistas tendrá un coste muy superior si la inflación se dispara.

Pero tenemos un problema adicional con la incertidumbre. No sabemos cuánto durará la guerra en Ucrania, y, en consecuencia, cuánto tiempo se mantendrán las sanciones a Rusia. El efecto económico directo es que no sabemos cuánto tiempo se seguirán manteniendo muy elevados los precios de gas y petróleo. En la medida en que estos aumentos de coste se vayan trasladando a precios, el nivel general de precios en la economía seguirá aumentando.

Ante el riesgo de una espiral inflacionista, la Reserva Federal, el Banco Central estadounidense, ha terminado con las compras de deuda, ha subido los tipos de interés y va a empezar a reducir su balance. Esto supondrá menos dólares en circulación, y mayores intereses en Estados Unidos. Lógicamente, los inversores venderán euros y comprarán dólares, lo que seguirá debilitando la cotización de la moneda única europea. Esto, a su vez, tiene el efecto de encarecer las importaciones que se pagan en dólares, empezando por el crudo petrolífero.

Para frenar la inflación, especialmente la energética, las medidas indicadas no son, precisamente, las que permitirían acercarnos a la presión fiscal de otros países europeos, como Francia, Italia o Alemania. Una de las razones de esta menor recaudación, como porcentaje del PIB, que eso es la presión fiscal, es precisamente que los impuestos indirectos españoles, el IVA, y también, entre otros, los impuestos especiales sobre carburantes son inferiores en España. En el caso del IVA, la diferencia radica fundamentalmente en que tenemos más productos y servicios sujetos a tipos reducidos del IVA respecto a otros países. Pero, en cualquier caso, la subida de estos impuestos indirectos se trasladaría a precios, generando más inflación.

Por otra parte, hay empresas que no están pudiendo trasladar a precios el incremento de los precios que pagan por la energía, y también otras materias primas que se han encarecido. Esto supone un deterioro de los márgenes que puede acabar en despidos o cierres, lo que acaba deteriorando la oferta agregada, es decir reduciendo el crecimiento.

No es fácil enfrentarse a un shock de oferta energético nunca, y menos cuando todavía no hemos salido del todo de la depresión causada por la Pandemia del COVID. A esto se añade que en China, la segunda economía más grande del mundo, el COVID sigue causando estragos y se ha visto obligada a cerrar, nuevamente, una parte de su economía, lo que repercutirá, muy negativamente, en las cadenas de suministro globales.

No se sabe cuánto tiempo durará la guerra en Ucrania. En consecuencia, tampoco sabemos cuánto durará este shock de oferta en los mercados energéticos. Tampoco sabemos de cuanto disponemos antes de que el BCE endurezca de forma importante su política monetaria para hacer frente a la inflación. Lo que sí sabemos es que, si el BCE tarda demasiado, se pueden consolidar las expectativas de inflación. Esto quiere decir que todos los agentes económicos suben precios, lo que perpetúa la inflación. Y para reducir una inflación enquistada, la subida de tipos tiene que ser superior, como ya ocurrió en los años 70. Esto es perjudicial para el crecimiento, y también lo es para los Estados que están más endeudados en Europa como Italia, Bélgica y también España.

El panorama es complejo, sombrío y, por encima de todo incierto. Otro problema adicional para cualquier intento de reforma fiscal es que, en esta situación ni siquiera están claros los objetivos. Por ejemplo, en cuestiones de energía hasta hace unas semanas, la prioridad era hacer frente al cambio climático, disminuyendo las emisiones de CO2. Ahora la prioridad es conseguir mayor autonomía energética, dejando de comprar de Gas a Rusia.

Y estas dos prioridades pueden ser incompatibles, porque, aunque el Gas emite CO2, lo hace en menor medida que el carbón. Por eso, por ejemplo, para producir electricidad con carbón hace falta comprar más derechos de CO2 que si esto se hace mediante centrales de ciclo combinado. Por eso, y dado que las renovables necesitan respaldo, puesto que todas, salvo la hidroeléctrica, son intermitentes, el mecanismo cuasi-fiscal, de los derechos de CO2, ha encarecido la factura eléctrica y nos ha hecho más dependientes del gas.

Ante esta situación, en mi opinión hay que seguir la máxima de San Ignacio y no hacer mudanzas. También hay que aceptar el hecho de que nos hemos empobrecido, y que habrá que repartir sacrificios. A corto plazo, habrá que intentar reducir los precios de la energía, tanto reduciendo temporalmente impuestos, como desligando el precio del gas de la tarifa eléctrica, pero garantizando en todo caso el suministro. Pero hay que estar dispuestos a revertir estas medidas en cuanto se estabilice la situación de los mercados energéticos. A partir de ese momento, habrá que elaborar un programa realista de reequilibrio de las finanzas públicas a medio plazo, que conllevará sacrificios tanto en los ingresos como en el gasto público.

Ya teníamos problemas económicos importantes, pero está claro que la ilegal, injustificada y sangrienta invasión de Ucrania por parte del ejército de Putin, los ha agravado prácticamente todos. Aún así, no podemos dejar de apoyar al pueblo, y al gobierno democrático ucraniano, que están pagando el precio más elevado en esta crisis. Es una cuestión de dignidad, pero también, no nos olvidemos, de garantizar nuestra propia libertad y nuestra seguridad colectiva.

Este artículo pertenece al nuevo número de la revista mEDium 10: ‘Economía de Guerra’, cuya versión impresa puede comprarse online a través de este enlace: https://libros.economiadigital.es/libros/libros-publicados/medium-10-economia-de-guerra/