Error, sentencia y condena

Los que hemos cometido errores en nuestra vida, no sólo en el aspecto personal, sino especialmente en la faceta empresarial, teníamos dos opciones: recuperarnos o morir.

La pandemia acelerado la digitalización y el teletrabajo

Aunque muchos creen que, como reza la canción castrense, la muerte no es el final, yo pienso que hay que esquivarla hasta agotar las últimas energías de nuestra existencia vital.

Yo preferí intentar convertir los errores en fortalezas. Los tropezones en esperanza. Las decepciones en escudos. Los fracasos en oportunidades. En definitiva, convertir los errores en argumentos para la reconstrucción personal.

Ahí exactamente es donde encaja la frase que utilicé como título de uno de mis artículos: “Quiso ser valeroso y aprendió a aprender”. Que con toda humildad, y aprendiendo de uno de los grandes, readapté la respuesta que Antonio Escohotado dio a Jesús Quintero cuando este le preguntó por cuál sería el epitafio que le gustaría que pusieran en su tumba, cuando ocurriera lo irremediable, lo que nos iguala a todos, a lo que él respondió: “Quiso ser valeroso y aprendió a estudiar”.

Vivimos en un país en el que el fracaso supone una condena

Esta frase y sus consecuencias, engendraron en mí la fuerza necesaria y suficiente para mi resurrección como persona, pero también como empresario.

En cualquier caso, no existe remedio alguno si no ejercemos un acto de reconocimiento de nuestros errores. Esto es algo imprescindible a lo que te pueden ayudar algunas personas de tu entorno que, sin interés alguno, más allá de la satisfacción de ayudar, te pueden dar un contrapunto para afianzar este profundo acto de contrición que obligatoriamente hay que realizar.

Luego hay que equiparse con un buen arsenal de armas, para combatir las vicisitudes de la vida empresarial, porque no nos lo van a poner fácil. Vivimos en un país en el que el fracaso supone una condena, y de eso ya hemos hablado suficientemente en otras ocasiones. Únicamente debemos recordar que esto no es así en otros países y otras economías muy superiores a la nuestra, donde lejos de ser una maldición y un entierro personal, supone una virtud que todos valoran. Esto es lo que hay, y aunque muchos lo nieguen, simplemente es así, y contra eso tenemos que trabajar.

Tampoco puedes contar en la mayoría de los casos con tus teóricos amigos o familiares, ya que sufrirás en tus propias carnes la famosa soledad del empresario. Ese momento en el que te das cuenta de que eres el último eslabón de una cadena, al que nadie va a venir a salvar. Estás condenado a contar exclusivamente contigo mismo, y desde ese interior tendrás que trabajar.

De decepción en decepción, de experiencia amarga en ocasión frustrada, empiezas a asimilar que la solución está en ti mismo. No quiero ejercer de coacher, siempre lo he odiado porque odio a la gente que consejos vende, pero para él no tiene. Dar consejos es gratis, otra cosa es ayudar a buscar soluciones.

Hay que huir de los falsos mesías y acercarse a los que quieren compartir sus experiencias personales y que, de forma altruista, intentan que otros no cometan sus mismos errores. Y este es exactamente ese caso.

Yo tengo la suerte de que, aunque tengo alma de tecnólogo, ostento una cierta capacidad de expresión, y la suerte de poder expresarme en mis artículos para así poder compartir mis experiencias con lectores, en la mayor parte de los casos, anónimos. Que otros puedan utilizar mis experiencias en beneficio propio.

Pero también, en un ejercicio de la sinceridad precisa y necesaria, tengo que confesar que lo hago egoístamente, como un acto de contrición personal, que me ayuda cada día a ponerme en mi sitio, en mi lugar. Ni más aquí, ni más allá, justo en el lugar que me corresponde.

Así las cosas y en este contexto, saber el lugar que te corresponde te aporta una autoridad especial, al menos una autoridad moral, que te permite hablar de ti y de tus circunstancias, sin ambages, sin acritud, sin rencor, sin ganas de venganza ni revancha y libre de toda atadura moral.

Permítanme ser como son mis circunstancias y yo, alejémonos del menosprecio y de la infravaloración del prójimo. Seamos autocríticos y consecuentes, y curémonos de todos esos pecados que conocemos perfectamente, y que conviven con nosotros, que en muchos casos negamos, o que aun sabiendo que los cometemos, no nos atrevemos a reconocer que irremediablemente los perpetramos.

Somos empresarios, claro que sí, cometemos errores como todo el mundo.

No nos juzguen sin tener todos los datos, y sin conocer todas las circunstancias, haciendo tabula rasa.

No nos condenen antes de que haya el juicio justo del tiempo, que es ese juez insobornable que da y quita la razón.

No nos condenen al repudio personal y financiero, en definitiva, al ostracismo.

José Antonio Ferreira Dapía, consultor tecnológico en Ferreira Dapía Technology Consultant